Fue hace apenas una década y parece haber pasado ya tanto tiempo: la caída de un muro que significó el derrumbe de un proyecto civilizatorio y la conclusión de una etapa histórica.
Para ser más exactos y, sobre todo, más justos, el Muro de Berlín no cayó, hubo que derribarlo. No está de más recordar que aquella promesa histórica del paraíso se convirtió en el purgatorio de millones de personas.
Tras la cortina de hierro se ocultaba una parte del mundo cansada de promesas, agobiada por el autoritarismo y ávida de transformaciones, libertad y democracia.
Luego de medio siglo de amenazas nucleares y de las obsesiones y rigideces de un orden bipolar, hace una década el mundo se asomó a la otredad, con la diversidad. El tan temido choque entre Este y Oeste se convirtió, por fortuna, en el reconocimiento de las diferencias.
No fue, como quisieron interpretar los optimistas, o imponer los arrogantes, ni el fin de la historia ni el triunfo del modelo económico occidental, que privilegia el capital y la producción en detrimento del trabajo humano. Se impusieron la libertad y la democracia.
Tras la caída del Muro de Berlín, el mundo constató también que el fracaso del socialismo real no resolvía, por sí mismo, los problemas de Occidente y del resto del planeta. La derrota del Este no trajo soluciones al Oeste. La historia no se terminó, ni los rezagos ni los retos a superar.
Los problemas se multiplicaron y no había a la mano soluciones sencillas. Sin embargo, después de 1989 los gobiernos de todo el mundo comenzaron a asumir la democracia y el respeto a la diversidad como la ruta más rápida y más eficaz para saldar deudas históricas, al igual que para responder a los problemas más ingentes, como quién gobierna, bajo qué régimen y de qué forma lo hace.
Pocos años han pasado, pero mucho ha ocurrido. La historia no esperó al tiempo y adelantó el final de un siglo de no más de ocho décadas, que terminó donde empezó: de Sarajevo a Sarajevo. El parto de un nuevo siglo.
Los cambios llegaron, el vértigo atrapó a la historia, el tiempo se aceleró, el mundo se volvió más pequeño. Y de aquel muro no quedan sino fragmentos y recuerdos. El Muro de Berlín cayó, pero otros tantos se levantan para remachar viejas formas de exclusión y dominio: entre etnias, entre religiones, entre pobres y ricos, entre géneros, entre migrantes y nacionales.
A la historia no le van juicios de valor, y un balance de la última década debe empezar por aceptar el hecho de que después de 1989 ya no se puede pensar como antes. No cabe, por tanto, suponer. La historia continúa, los Estados-nación perduran, los fundamentalismos -y no sólo los religiosos- se multiplican, los conflictos proliferan, las desigualdades se ahondan, las reivindicaciones nacionales crecen.
Con todo, no se puede soslayar que hoy, a diferencia de hace una década y como nunca en la historia, la mayor parte del mundo puede tener en sus propias manos su destino.