LA MUESTRA

Viaje hacia el sol

Uno de los aspectos más interesantes de Viaje hacia el sol, segundo largometraje de la directora turca Yesim Ustaoglu (Iz -La huella, 1992), es su manera de encadenar una reflexión política sobre el conflicto étnico en Turquía (la discriminación racial y el hostigamiento contra los kurdos), y la historia de la amistad entre Berzan, un joven kurdo, vendedor ambulante, y Mehmet, originario de Tiro, a quien la gente y la policía confunden invariablemente con un kurdo por su piel oscura. Mehmet, marginal a pesar suyo, "terrorista" potencial para las autoridades, cómplice involuntario de Berzan, adquiere gradualmente un fuerte compromiso político y moral con su camarada.

Ustaoglu ofrece imágenes estupendas de Estambul, alejadas de todo exotismo, atentas siempre a revelar las contradicciones culturales de una ciudad a la vez europea y asiática, moderna y tradicional, dividida entre el pragmatismo de su anhelada integración económica a Europa, y la persistencia de sus tabúes religiosos y de su especificidad cultural. Una escena es al respecto elocuente: a un hombre que se niega a brindarle a Mehmet la hospitalidad en su auto, su propia mujer le reclama: "Un musulmán no hace eso". En escenas rápidas, contundentes, la directora muestra también la represión policiaca en las calles y, poco después, el engranaje que hace de ambos jóvenes víctimas del sistema autoritario, con consecuencias funestas para uno de ellos.

La directora no maneja el realismo crudo ni el tono de denuncia abierta de Yol, de Yilmaz Guney (1981); en lugar de ello, elige el tono intimista para elaborar un elogio poético de la amistad y del duelo por el afecto perdido. Los momentos más logrados de la cinta se concentran en su segunda parte, cuando da inicio el ritual en el que un amigo conduce el cadáver de su compañero hasta su tierra natal, salvándolo de la fosa común. Hay una secuencia en la que se señala, en una sola escena, todo el peso de la represión política: dos tanques de guerra recorren un pueblo casi desierto, donde la lluvia y el miedo obligan a sus habitantes a esconderse. En este territorio sometido, el color de la piel es motivo suficiente para llevar el estigma mayor, la sospecha de ser kurdo o disidente político, o ambas cosas a la vez. Esta presencia del ejército, los retenes, la inspección y detención arbitrarias, la tortura en mazmorras, la maneja la directora con una sobriedad sorprendente. De ese modo, Viaje hacia el sol nunca es panfleto político ni depósito de mensajes "humanistas", y sí un comentario moral vigoroso acerca de la intolerancia. La cámara de Jacek Petrycki (quien antes trabajara con Kieslowski) captura con brillantez el largo itinerario del amigo en duelo. Un pueblo completamente inundado por la construcción de una presa hidráulica, un minarete que apenas sobresale en el paisaje de desolación, el pesado silencio de quienes acompañan al joven en su faena ritual, todo ello parece ser la metáfora apropiada de un régimen represivo y de una nación con dificultades para liberarse de las fobias raciales que amenazan a su propia supervivencia.