Traspasar las puertas de entrada de la Plaza México, llena, y sentir esa vibra que ante los ojos se alivia. Un mundo nuevo, país de delicias que alguna vez se sospechaba en sueños. Algo hermosamente artístico y misterioso imposible de describir, de no poseer el canto de los olés que se hallan albergados en aquellas barreras, asientos y túneles, cantados por generaciones de aficionados que durante 53 años han contemplado en tardes crepusculares la belleza del toreo.
Recorrer en la mente la fugacidad del instante, las diversas faenas realizadas por los artistas sin lograr descubrir el hilo del aro que las une como a perlas de collar. Ni poder darse cuenta de su estructura -andaluza, castellana, mexicana- para deleite de los aficionados que la habitan y creadas por obra del capricho, de la locura; no de las necesidades de la existencia humana, como hermoso sueño aprisionado en la fortaleza de cemento azteca, pirámide al revés.
Por muy escasa poesía que exista en la contemplación del paisaje de la plaza llena -cielo azul, bullicio, arte, muerte-, se sentirá uno impregnado de ese vago perfume que sale del aliento de lo bello y embellece con su caricia hasta a los espíritus más cerrados. ¡Cuánto se ha soñado en el patio de cuadrillas, en el ruedo, en la capilla, y en la inmensidad del tendido. Gente, mucha gente, gran animación entre el público que llenó la monumental Plaza México para presenciar la reaparición de El Juli y a unos aprisionados entre cajones y burladores novillones de Marcos Garfias, en medio de un vientecillo que nos llenó de frío y bajó a ver al as de la torería española.
La plaza vibraba como herida por un lamento de olés, al inicio de la corrida. ¡El aire! Martinete ronco pasó flotando el aire que decía el poeta Gerardo Diego, merced al giro quebrado de los capotes. Pero... no apareció el toreo julista, vuelo amarillo y rojo de la capa que despide perfume y canciones de martillos en los viejos callejones.
Capote del ``bule'' ya no fue collar y pulsera, ni limón y naranja redondos, ni en el aire se quebraba sin que se moviera, y no volvió loca a la afición ni arrastraba la muleta templada, ni remataba los pases detrás de la cadera entre el humo de los puros que se perdían en el aire.
Total, gran decepción ante un Juli aburrido, sobreadministrado, deslucido, sin chispa y unos novillones sin trapío -nuevamente- de Marco Garfias, sosos, desangelados a tono con El Juli, y mejor ni hablar de Ochoa y Espinoza, en el mismo tenor... ¡Qué decepción!