Fría, fría, tanteando como en la gallina ciega, lejos de atinarle al principio, finalmente alcanzó su rebozo. Oye cantar un gallo, uno sólo, y no le parece suficiente. Se necesitan más gallos para tejar la mañana, piensa con ese su modo lleno de ideas ajenas que confunde con propias.
A través de los árboles, la aldea despereza su sopor de un siglo en una noche, alzando la niebla como esos párpados que no se despegan del todo, como esos ecos que prescinden de la memoria para seguir sonando.
Los rescoldos de la fogata cuchichean, riendo de que los azuce la brisa que viene a llevar el rocío, y disipándose en ceniza, que es la forma ideal de todo leño que ha ardido.
Despierta, a los niños, uno por uno, con rudeza maternal de cariño mal disimulado.
-Anda, Abigail. Anda Rey. Inocencio y Cleo, arriba, hay que seguir andando.
El amasijo de mantas y jorongos en el suelo comienza a removerse, habitado de pronto por serpientes o salamandras. Una tras otra, las cuatro cabecitas asoman, despeinadas, remolonas, desprendidas de la profundidad del sueño.
Llevan semana de dormir cansados, en el trashumante huir de la guerra. Cada día anduvieron los más kilómetros posibles. Atravesaron dos grandes desiertos, además de bosques, evitando poblaciones. El continente se puso muy grande, y más en su camino al norte.
Ella fue, hace otros años, una conocida cantante en su país, tierra pobre pero musical. Ahora es nadie. Sus discos se vendían en las calles, cuando hubo calles, cuando las caderas se desataban en vendaval y no había que esconderse de las bombas.
Sabe que están a salvo desde que cruzaron la última frontera. En unas horas llegarán a la ciudad de Rabada, donde tiene amigos. Conocidos no le faltan, repito que fue una cantante de celebridad, hizo giras, llenó teatros de los tres o cuatro continentes que deslumbró su voz de cantos tradicionales e hipermodernos, debidamente antologados en los mejores sampler que llenan estantes en Nueva York.
Cuando se abrió el agujero aquel en el sur, su país no tuvo salvación. Ella decidió permanecer, terca. Servía de enfermera en un hospital de los heridos y hambrientos, cuando cayó un obús en la zona de camas y murieron todos los civiles internados; se salvaron los pacientes de Urgencias, donde ella se encontraba de momento.
Comprendió que lo primero eran sus niños, debía sacarlos de allí. El instinto primordial manda. Para qué permanecer en un país que ya no es un país, aunque haya sido el tuyo, pensó después del ataque de la milicia fundamentalista.
Fuerte era, y joven en lo que importa. Pasó por el campamento de refugiados ya sólo para empacar las pocas pertenencias y salir de allí con los cuatro niños. Entendidos, casi estoicos, fue después de varios días de andar y viajar en convoyes de la Cruz Roja que hicieron las primeras preguntas. Las naturales. ¿A dónde vamos? ¿Con quién? ¿El norte no tiene guerra?
La cuestión era llegar, y quizás volaran a Europa, si en Rabadá juntaba dinero.
Había allí una filial de su disquera, y le debían vaya que si le debían.
Y que por qué todo a pie. Por dos razones: no hay caminos transitables, y los que hay se encuentran asolados y controlados por las mafias de armas y drogas, o las bandas pagadas por los gobiernos.
Ahora que los sabe a salvo, mira a sus hijos con otro color en los ojos, el verde que tuvo en los buenos tiempos, cuando su foto aparecía en revistas y su voz en las radios y salas de baile.
Rey arroja la manta, resignado, se incorpora, dice:
-Mamá, ya llegamos, verdad.
Ella no necesita decirles. Se le nota en la cara. Los niños se levantan aprisa, animosos, por primera vez tranquilos, desperezándose como quien está por llegar a las vacaciones en la playa, y ya le anda.
Encima de la niebla, la luna cuelga absurdamente, y sucesivos gallos se concatenan en el coro que venía faltando.
Así sí, dice ella para sus adentros, muchos gallos sí tejen una mañana. Hace beber a los niños café del cacharro, y les reparte pan seco, la última hogaza, ya no importa. En Rabadá les ofrecerán sopa y cordero asado; todavía no lo saben. No esperan tanto, pero sí algo.
La pequeña familia rodea el caserío y se encamina por la calzada de grava.
Abigail, la menor, a ratos sube a los hombros de Rey, o se hace cargar por su madre, quien de gusto canta. No ha dejado de hacerlo cada noche del éxodo, a la hora de dormir a los niños en graneros, bodegas, estaciones o cielo abierto, como anoche. Pero esta ocasión canta para ponerlos atentos, llevarlos adelante. Es la primera vez que vence no a las lechuzas que meten susto, sino a los gallos que quedan atrás. Cada paso que da cantando escucha menos lo bien que los gallos tejen su telar amanecido.