La pintura y cartones de Abel Quezada apuntan a lo indescifrable. Don Gastón Billetes, el taquero, los policías, el campesino o los pavos navideños; de sus cartones, los beisbolistas, los toreros, así como los trenes y las ciudades de sus pinturas están imbuidos de algo misterioso, oculto y al mismo tiempo singularmente expresivos al representar hechos y personajes nimios pero portadores de una descomunal potencialidad. ¿De dónde procede esa pericia, ese desgarbo, esa picaresca de los personajes del caricaturista?
Hay en Abel una ráfaga de mexicanismo que muchos ven, pero pocos descubren en profundidad; siendo este ingrediente singular el que aunado a su talento y creatividad imprime y descubre lo llamativo en lo cotidiano, aquello destilado de lo mexicano; haciéndonos sentir atraídos y cautivados por lo que no se ve, por aquello que apenas se sugiere, se entresaca, se hurga y se ironiza de unos personajes que formando parte del todo mexicano, traducen unos caracteres y unos perfiles que nos sorprenden al percibirnos reflejados en ellos. Y es que Abel Quezada desbordaba un limpio sentido del humor, así como una penetrante intuición de lo popular, deslizándose, sin sobresaltos, entre lo sentencioso y lo cordial, siempre en justa proporción.
El pueblo lo comprendió y ha intuido, con certera percepción, la calidad genérica de sus cartones. Todo un estilo de vida, una metafísica, una psicología especial de lo mexicano, que absorbía y plasmaba al máximo de sus características. Los cartones de Quezada parecen dormidos en el tiempo, sin ánimo de reformar nada, de modificar nada, brindando un precipitado preciso, un ``algo'', una manera de ser, portadores de un sentido de enlace, una unidad que no se ve y que sin embargo actúa de manera infalible; lenguaje de imágenes que procede de una intimidad que parece divertida, pero que sin embargo revela la tristeza dejando escapar su maleficio, captándonos por sus irradiaciones subjetivas, trascendentes y realmente poéticas en su trasfondo.
Abel Quezada descubre y valoriza en sus personajes toda su inherente complejidad, la suma de sus folclorismos, sus sinuosidades, su flojera. El citadino visto vago por la idiosincrasia, fuertemente teñida de actividad de los norteños, influidos por los vecinos estadunidenses. Es decir, diserta y nos encanta con los ``detalles'' que constituyen la esencia y el aroma de unas gentes, de una forma de vivir, de una concepción peculiar de la vida.
Quezada definió un estilo, ese estilo desenfadado pero profundo, reflejo fiel de su personalidad, que pareciera le fue otorgado por añadidura. Ese estilo en el que abundaban las sonrisas que no eran indicadoras ni de la ironía ni del humor; ese estilo que interesa, conmueve y propicia una especial masa de adictos e incondicionales, incluso más allá de nuestras fronteras, como se observa en el numeroso público que asiste a la espléndida exposición de su obra en el Museo Rufino Tamayo.