Soledad Loaeza
La campaña de los horrores
Todavía faltan más de ocho meses para la elección presidencial del 2000 y ya todos los participantes en la contienda han incurrido en excesos. El que más el que menos ha descalificado a sus contrincantes de mala manera. Hasta ahora la mayoría de sus argumentos ha consistido en señalar al otro como más tonto, más inepto, más corrupto o más mentiroso. Parecería que los candidatos creen que tendrá más éxito entre los electores el que sea más efectivo en desacreditar a los otros competidores. Sin embargo, en este escenario la conclusión de los electores habrá de ser que debe escoger al menos horroroso de los seis o siete que se nos vienen encima el año que entra.
Esta estrategia electoral lo único que revela es que nuestros candidatos a la Presidencia todavía no han desarrollado un verdadero espíritu de competencia democrática. Es como si en la carrera de los 100 metros planos triunfara el corredor que le metiera más veces el pie a los demás para que se tropiecen y se caigan. Lo que no ve quien esto hace es que para provocar la caída de otros él mismo pierde, en primer lugar, tiempo, porque en lugar de avanzar hacia la meta tiene que detenerse para hacer caer al otro. Pero además los espectadores terminarán por aburrirse de una carrera lenta, entorpecida por las frecuentes caídas de corredores ineptos y los dejarán solos con su pleito.
La campaña electoral será larga y sobre todo muy aburrida si los candidatos insisten en decirnos lo que piensa el uno del otro, que francamente es un tema que nos interesa poco. Creer que voy a votar por Juan y no por Pedro, por lo que Juan me ha dicho de Pedro, es una visión pueril de la racionalidad de los electores, entre otras razones porque esta creencia se funda en el presupuesto implícito de que estoy dispuesta a darle crédito de entrada al juicio de Juan sobre Pedro, sin que Juan me dé más elementos para que yo le dé crédito a su juicio, que los horrores que me cuenta de Pedro. Como si yo no supiera que a Juan lo único que le interesa es ganarle a Pedro. En cambio no sabemos todavía con precisión qué piensan hacer Juan, Pedro o cualquiera de los demás para alcanzar las ambiciosas tasas de crecimiento económico que nos prometen, para resolver los severos problemas asociados con la extensión del narcotráfico o el tipo de relación que piensan que nos conviene tener con Estados Unidos. Si por fin nos dijeran cómo ven al país, y sobre todo qué tipo de país creen que podemos construir y cómo podemos construirlo si son elegidos, entonces podríamos emitir nuestro voto con base en razones distintas a los horrores, mayores o menores, que los adornan.
Las descalificaciones de las campañas no se han detenido en los candidatos. Ahora Acción Nacional ha descalificado a los electores, pues ha tenido a bien lanzar una propaganda según la cual todo aquel que vota por el PRI es de plano tonto. Juicio un tanto severo que condena a esa condición intelectual poco halagadora a 39 por ciento del electorado -según los resultados de las elecciones de 1997-, México no sería el primer país en la historia gobernado por mayorías equivocadas; sin embargo, es preciso aceptar que uno de los riesgos de la democracia es que sean elegidos los candidatos que no nos gustan; pero descalificar por incapaz al elector que no votó como nosotros nos llevaría muy pronto a justificar el voto restringido, el fraude electoral o la eliminación de procedimientos que sólo llevan al poder a horrorosos elegidos por otros horrorosos.