Luis Linares Zapata
Lecciones del caso Gurría
Se usan dos clases de miradas para analizar el estado de derecho que prevalece en México. Una, la más popular y conocida, que se enfoca con rigor hacia los estratos bajos de la sociedad y exige su feroz aplicación inmediata. Que no haya clemencia ni calmantes para su influencia y rigor, se pide. Menos aún si se usan la ignorancia, la marginación, la juventud y la historia de abusos como paliativos. El caso universitario, con sus transgresores colectivos, es ejemplar por estos agitados días. Otra, la que ve hacia arriba y rara vez se escucha. Y cuando se oye, generalmente son aullidos o lamentos que provienen de los que muchos llaman estratos resentidos, de individuos disolventes, catastrofistas de oficio o de enemigos de la tranquilidad. La línea que las separa es fina pero ciertamente nítida. Unos, los primeros enunciados, se identifican con los privilegiados y su lógica se ensambla con la del poder, las buenas maneras, la decencia y lo establecido. La que clama por su aplicación sin distingos de posiciones, famas o rangos lleva un tinte sospechoso ya bien definido en el recetario de los difusores y críticos oficialistas. Es hecha, se propala, por coléricos populistas, los escandalosos de siempre.
El caso Gurría y las dotaciones generosas para su retiro no es una excepción desafortunada, como se quiere hacer creer. Tampoco cae fuera, es cierto, de un reglamento que lo permite pero que no por ello deja de ser abusivo y revelador. En realidad todo apunta hacia un entorno donde las élites públicas se mueven a su antojo y capricho. Siempre remando para su conveniencia y provecho. Nada en la ley justifica que un grupo de funcionarios hacendarios establezca una situación de privilegio que les permita pensionarse a su arbitrio. Gurría, en sus años de servicio dentro del apartado B, cotizó al ISSSTE y no puso dinero adicional para pagar por su retiro en Nafin. Luego esta institución, ya suficientemente exprimida por las ineficiencias (uniones de crédito) y los favores priístas, no tiene por qué jubilarlo, menos aún con ese monto desproporcionado. Pero ellos, los hacendarios, creen que merecen eso y mucho más. Nadie los vigila y ellos se pueden meter y controlar a todos los demás. Al fin se sacrifican casi al parejo de los operarios de una línea de producción que arriesgan dedos y manos todos los días. O superan los riesgos de los electricistas trepados en sus tramoyas reparando cables de alta tensión que, en ocasiones desafortunadas, los dejan más negros que el mismísimo Silva Herzog, un insigne pensionado del Banco de México, se rumorea por ahí.
Los conspicuos funcionarios del tinglado financiero pueden quedar exentos, faltaba y no, del miserable retiro que les depara el ISSSTE. Eso les toca únicamente a los pobresores y demás burócratas ineficientes. Sólo faltaba que los empleados de la Secretaría de Energía quisieran ser retirados por la CFE o Pemex. O que a los cortadores de caña los pensionara la Financiera Azucarera o el Banco Rural. Bien se podría, siguiendo el ejemplo de Gurría y los directores de Nafin, redactarse un comunicado interno de Bancomer autorizando un retiro automático y jugoso para los vendedores de lotería que, en muchas ocasiones y durante años, les llevan billetes hasta sus lujosas oficinas, una vez que cumplan 40 años y no 65 como lo exige cualquier Afore.
Se menosprecia, en este caso Gurría, la práctica corriente de prohibir, en el medio oficial, contratar a retirados. Eso de tener una nueva nómina y además ir a cobrar al ISSSTE no se ve bien, a menos que tu pensión se deposite en una cuenta secreta en Suiza o en el banco de tus preferidas confidencialidades. Por eso Gurría negó en una primera instancia, como afirma el diputado Ebrard, tener una ''media pensión'' que engrosara su ya de por sí abultado sueldo. Mentir delante de los representantes de la soberanía sería motivo suficiente para su despido tajante y escarnio público. Pero no en estos casos de personas situadas a esa altura del organograma burocrático. Para ellos la ley es elástica, benigna, inaplicable. Los protegen siglos de abusos de la autoridad, una mansa crítica, las complicidades de sus pares, defectuosos sistemas de control administrativo y la simpatía presidencial. ƑQué más se necesita para ser impune y que todo continúe igual?
Ni los mismos banqueros neoyorquinos con los que los hacendarios tratan pasarían desapercibidos ante tal escándalo. Y no tanto porque se horroricen del pecado cometido, pues son capaces de mayores tropelías que las ejecutadas por Gurría y toda esa dorada capa de funcionarios situados muy por arriba del escrutinio y juicio público y, desde luego, de la justicia distributiva. La protesta de los ahorradores, consumidores, de los derechohabientes de la seguridad social, de los votantes y de todo ciudadano que exija una pulcra rendición de cuentas y aplicación estricta de la ley los haría caer en desgracia y se tendría que corregir el daño.