La Jornada martes 23 de noviembre de 1999

Ugo Pipitone
La reunión de Florencia

Acaba de concluir en Florencia un seminario sobre el Reformismo en el siglo XXI, con la presencia de algunos de los gobernantes más representativos de nuestro tiempo: Clinton, Blair, D'Alema, Jospin, Cardoso, Schröder y Guterres de Portugal. Muchas culturas e historias, o sea, diferentes percepciones de urgencias, prioridades y rutas. Y un problema común, manifestado a través de diferentes ángulos: evitar que la globalización se convierta en el camino luminoso hacia dos consecuencias indeseables: el ensanchamiento de las distancias entre países ricos y países pobres y la posibilidad de crisis globales asociadas a comportamientos económicos sin regulación internacional.

Hay momentos en la historia, cuando todo marcha según pautas relativamente consuetudinarias, en que las ideas no parecerían constituir una necesidad esencial. Pero hay otros en los que la alteración profunda de estructuras y comportamientos exige un aporte esencial de inteligencia, de voluntad de gobierno, de cambio. Cuando se entra en un túnel del viento no puede uno comportarse como si estuviera paseando en la playa en un día soleado. Y eso, precisamente, es lo que ocurre en estos años de cambio de siglo. Una aceleración del tiempo histórico que, para algunos, constituye una especie de fatalidad que no requiere regulación. Los economistas conservadores constituyen hoy las vestales de un nuevo-viejo culto cuya idea básica es que los mercados se autorregulan y el capitalismo dispone de una inteligencia natural cuya alteración produce más daños que beneficios. Del otro lado están aquellos, parcialmente representados por los gobernantes reunidos en Florencia, que sostienen algo muy sencillo.

Veamos las dos ideas básicas. Primera: el capitalismo es un mecanismo y una pulsión, no una inteligencia. Segunda: cuando la realidad económica y social acelera sus transformaciones internas, como ocurre en el actual ciclo histórico, surgen necesidades nuevas de regulación en contextos de alteración profunda de estructuras consolidadas. Y surgen vacíos funcionales que sólo la inteligencia y la voluntad política pueden llenar mediante acciones dirigidas a la consecución de determinados objetivos.

Una vez que se reconozca que el rey está desnudo, la tarea es vestirlo y, fuera de metáfora, los retos de la socialdemocracia actual se revelan gigantescos. ƑCómo orientar el cambio en un sentido que favorezca la convergencia entre individuos y sociedades? ƑCómo inducir factores de solidaridad en un contexto de espíritus animales desbocados del capitalismo? ƑCómo conservar las fuerzas del cambio sin que produzcan fragmentaciones e injusticias capaces de alimentar búsquedas de milagros y mesianismos de vario género?

Es obvio que todos estos nudos gordianos podrían cortarse de un solo espadazo, satanizando la globalización y convirtiendo un proceso histórico en una conspiración burgués-imperialista. Una tentación demasiado fácil, que convierte los problemas históricos en éticos, envolviéndolos en una densa neblina de generalidades ideológicas.

Pero los problemas quedan. Por décadas, la socialdemocracia gozó de una renta de posición asociada a su papel intermedio entre el comunismo y Occidente. Ahora que los muros cayeron, la socialdemocracia se enfrenta al desafío de llenar de contenidos lo que por mucho tiempo fue, repito, una renta de posición. Los retos son al menos tres. De un lado, encontrar fórmulas políticas que permitan regresar el problema del pleno empleo entre las máximas prioridades de cualquier política económica. Del otro, empujar hacia nuevas iniciativas de solidaridad internacional que eviten la incrustación de un planeta a piel de leopardo, entre islas de bienestar y mares de miseria. Y finalmente, establecer reglas financieras internacionales que eviten que la búsqueda de ganancias fáciles se conviertan en factores de desestabilización global.

Una cosa es, o debería ser, obvia. La tercera vía, tan acariciada por Blair y Giddens, representa hasta ahora más un manifiesto de intenciones que un plan de acción socialdemócrata. Más voluntades declaratorias que instrumentos concretos. Y no mejoran mucho el escenario las palabras recientes de Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea, que indican la necesidad de combinar el crecimiento estadunidense con la protección social europea. Sólo le faltó un detalle: Ƒcómo? Si los desafíos de la cultura de la solidaridad se resolvieran con fórmulas ocurrentes, estaríamos del otro lado.