Luis Linares Zapata
Mafias y grupos de poder
La huelga en la UNAM ha tenido una derivación inesperada: transparentar algunos enclaves de poder que influyen en su vida cotidiana y hasta llegan a orientarla en críticas líneas estratégicas. En el transcurso del conflicto han salido a flote los nombres, las reales intenciones, los nítidos perfiles de aquellos personajes que concentran posiciones de mando, influencia o control.
Tales personajes se mueven con gran comodidad en su interior. Reúnen, en sí mismos, en su entorno de allegados, recursos básicos para darle forma a sus ambiciones y proyectos. Pero también pueden usar, para su propio recreo y deleite, buena parte de los hilos, las relaciones, los apoyos y los prestigios requeridos. Han acumulado un cierto capital que los sitúa como centros de atracción y de ahí reparten favores, imponen condiciones, tiran líneas y modulan el entorno que pesa y no pocas veces traba la vida universitaria. Y a partir de ese mundo académico han incluso incursionado en la administración pública federal. Una vez coronada su función con el éxito o el fracaso, regresan a su base de origen para guarecerse y retomar fuerzas para expediciones adicionales.
Uno de estos personajes es Jorge Carpizo, aquel de las renuncias intempestivas en horas críticas de la nación, la fama constitucionalista, los sobres lacrados sin contenido, el priísmo lateral, las meditaciones bajo la regadera, las postergadas demandas a obispos, los acuerdos con la nunciatura y los nintendos terminales. Alrededor de Carpizo giran otros nombres, siempre en un segundo plano, pero que han tenido, por su pertenencia al grupo, oportunidades sobresalientes tanto dentro como fuera de la UNAM. Sólo a guisa de referencia, se puede citar a Diego Valadés, el de las huellas desvanecidas bajo sus narices y los asesinos solitarios instantáneos; a Jorge Madrazo o a José Narro, promovido para suceder a Francisco Barnés desde una subsecretaría de Estado.
Pero además aparecen, una y otra vez en escena, los nombres de José Sarukhán, Guillermo Soberón y Octavio Rivero Serrano, antiguos rectores pero activos políticos que continúan oficiando (Udual) como profetas y forjadores de historias individuales y grupos de apoyo. Ellos formulan consignas ante el Poder Ejecutivo, instándolo a que asuma su responsabilidad ante lo que consideran el fracaso de los universitarios para encontrar sus propias alternativas y soluciones. Elevan su audible voz autorizada y grupal para exigir a Zedillo que aplique ese derecho a romper empates, a diluir influencias indeseables que les son molestas y, en estos días de repartos de oficinas, para condicionar los requisitos que deberán pintar al próximo rector, según sus propios paradigmas e intereses.
Con la renuncia del rector Francisco Barnés quedó a la intemperie, de nueva cuenta, la obsolescencia de los órganos de dirección de la UNAM. En especial la junta que la gobierna. No sólo por la composición de los integrantes, sino por la forma en que ésta opera, son electos sus integrantes y se prolongan dentro del cuerpo de la comunidad .La junta tiene un distintivo inocultable: su oficialismo. Es decir, la cercanía, la identificación, la simpatía de varios de sus miembros con el pensamiento dominante y, sobre todo, con aquel que distingue a las altas esferas del poder establecido. Es, precisamente contra esa manera de pensar y actuar, por lo que se levantó la ola que inundó a la UNAM y que mantiene, más contra viento que con la marea, sus posturas reivindicadoras. Hoy en día, cuando ha aparecido un actor inesperado en el rejuego de poder universitario (CGH), la junta tiene que llevar a cabo una consulta que no se extinga en darle vuelta a las mismas norias dominadas por los mandarines y aquellos atentos obedientes con sus dictados, sino que pulse las emanaciones de una comunidad ampliada, heterogénea y que ya no puede ser ignorada. Tiene que recoger el sentir hasta a esos denostados ultras porque han demostrado, a las ciertas y las masivas, que son parte activa de los procesos que forman y deforman a la universidad pública.
La piramidación, enquistamiento y rotación de personas que se establece entre la Junta de Gobierno, el Consejo Universitario, la dirección de escuelas, los centros de investigación, la alta burocracia interna y los consejos técnicos, es lo que ha marcado a la rectoría como una fuente de mando discrecional en casi todos los órdenes de la vida universitaria. Por ello puede, a su arbitrio, mover de sitio y posiciones al CU, se le da un manejo misterioso al presupuesto, se imponen nombramientos, traicionan acuerdos previos, reavivan visiones ya derrotadas con anterioridad por movimientos parecidos, ignoran el latir del estudiantado y demás núcleos de la comunidad y, por consecuencia inevitable, generan conflictos monumentales.