Horacio Labastida
El muro de Berlín

Una muy hábil y subliminal propaganda occidental, iniciada desde que Mijail Gorbachov ascendió a número uno del PC soviético (1985), con motivo de la muerte de Chernenko, y dio cuerda al reformismo de Kruschef y su célebre discurso del XX Congreso del PC, en el que denunció los crímenes de Stalin, y a las innovaciones de Andropov, se ha pretendido identificar en la opinión pública la experiencia socialista de la URSS con la doctrina socialista. Recuérdese lo que ocurrió en el pasado. Con palabras serenas y haciendo gala de una gran seguridad, a los 54 años de edad, Gorbachov prometió poner fin al autoritarismo brezgnevista y abrir las puertas al socialismo democrático, parando los pelos así a los devotos de las viejas democracias del siglo XVIII y sus réplicas en el siglo XX, principalmente en la tierra del Tío Sam, donde la democracia aparece como la joya esplendorosa de las siembras que en el pasado hicieron Thomas Jefferson (1776) y Abraham Lincoln y su extinción de la esclavitud (1863), pero las cosas no se asemejan a las esperanzas: la democracia norteamericana es una democracia plutocrática, según es evidente en nuestro tiempo. La democracia socialista va por otro lado: plantea ante la democracia empresarial y minoritaria de Occidente, una democracia del pueblo, cuya voluntad sería norma fundamental en el quehacer del poder político. El poder público al servicio de élites refleja lo que es la democracia occidental; el poder público al servicio del bien común, explica la concepción democrática del socialismo. Si esta tesis hubiera ocurrido en la Unión Soviética, el mundo entero jamás olvidaría el admirable ejemplo; si no ocurría, era seguro el punto final en la historia de la república fundada por Lenin. Nadie pudo ser indiferente al dilema implícitamente empleado por Gorbachov.

La solución del dilema es bien conocido. El gran mago Gorbachov no era más que un aprendiz de brujo; desató fuerzas e ideales profundos en el pueblo soviético para eliminar un totalitarismo infausto; en sus visitas a Francia y en la cumbre de Reykiavik, presentó la tesis del desarme atómico y no atómico en contraste con la Guerra de las Galaxias de Ronald Reagan. Otro punto clave del reformador sin éxito, fue la democratización del sistema productivo en la URSS; buscó descentralizar estas actividades y colocar a las empresas en una competencia entre sí, bajo la dirección de cada una de ellas, con objeto de dar forma a un singular mercado socialista. Tales medidas y otras más generarían crisis, auspiciadas por Occidente, en la órbita socialista del mundo, al grado de dinamitar el oriente europeo. En 1989 se contempló el derrumbe definitivo del socialismo real europeo, simbolizado en la caída del muro de Berlín; dos años después Gorbachov desaparecía del alto mando en la URSS, cuando Yeltsin lo obligó a disolver el Partido Comunista e independizar a las repúblicas, poco antes de dimitir a su cargo. Nunca superó Gorbachov su papel de aprendiz de brujo, y por esto un personaje salido de las sombras y de ínfima categoría lo hecho a puntapiés del Kremlin.

¿La caída del muro de Berlín es el fin del socialismo? Esta tesis es la sostenida con vigor por los enemigos del socialismo al igualarlo con la experiencia fracasada en la URSS y sus satélites. La certidumbre no es así. El deseo de inducir en la historia una sociedad libre de opresiones materiales y morales, pacífica y generosa, es el socialismo aún vigente en el atormentado, genocida y cruel ocaso del siglo XX. El muro de Berlín cayó y todos nos alegramos porque cayó también una larga opresión del hombre, mas el socialismo no ha caído porque el hombre sigue aspirando a superar su animalidad en beneficio de su humanidad.