Las elecciones internas del PRI del 7 de noviembre para elegir candidato presidencial se han presentado como la evidencia de una supuesta democratización del régimen, pero lo que están anunciando en realidad es la intención del grupo salinista de llevar a cabo una nueva imposición en el 2000 y constituyen una seria advertencia al país.
1. El gobierno mexicano lanzó desde la noche del domingo 7, aun antes de que hubiese cifras oficiales de esas ``elecciones'', una vasta campaña de propaganda tendiente a hacer creer que el proceso interno del PRI era ``ejemplar'' y que, tras una participación que se calificaba como ``impresionante'', una supuesta mayoría ``abrumadora'' había ``elegido'' como candidato a Francisco Labastida, con lo que según sugerían todos los ``analistas'' el régimen daba muestras de ser ya democrático y, según ellos, resultaba evidente que el PRI tenía ya ganadas las elecciones del 2000.
2. Las primarias priístas se presentaron desde que fueron anunciadas en el mes de mayo como una operación de propaganda del gobierno ``de Zedillo'' para hacer creer que en México ya no hay ``dedazo'' al haber nacido por decreto un ``nuevo PRI'' democrático, de manera particular para que se reconozca a nivel internacional ``la transición mexicana'', y a nadie debería extrañar por lo mismo la campaña de desinformación que se ha sucedido a éstas pretendiendo confundir sobre la naturaleza del régimen (que sigue siendo obviamente presidencialista y de partido de Estado) y sobre la fuerza real del PRI (que no ha dejado de ser otra que la propia fuerza del poder público). Lo que llama la atención es sin embargo las dimensiones de esta operación de propaganda que busca lo mismo legitimar al régimen en el exterior como convalidar por adelantado la imposición que se pretende hacer de Labastida en el 2000, y todo ello con base en el papel que tienen en México los medios, que lejos de lo que pretenden sobre su supuesta imparcialidad continúan siendo aparatos fundamentales del ``sistema''.
3. Los hechos son empero muy distintos a como se han venido describiendo, pues la del domingo 7 fue una verdadera elección ``de Estado'', en la que los resultados eran conocidos por anticipado pues a nadie se ocultaba que el precandidato oficial iba a ser apoyado con todo el peso del Estado, de manera que sus contendientes, aun a pesar suyo, estaban destinados a ser patiños, aun y cuando fuesen agresivos (Madrazo o Bartlett), y a terminar todos por convalidar el proceso, al más puro estilo siciliano.
4. Las elecciones internas del PRI lejos de mostrar la fuerza de Francisco Labastida prueban así exactamente lo contrario: su debilidad interna y la decisión de Los Pinos de imponérselo al país. Lo sorprendente de esta elección no es una victoria aplastante del sinaloense (pues a pesar del apoyo del aparato sólo obtuvo el doble de votos de Madrazo), como tampoco del PRI (ya que la cifra maquillada de 9 millones de votantes no llega al número de afiliados que pretende tener) ni mucho menos de los militantes (por el cúmulo de irregularidades denunciadas). Lo que evidencia es, por el contrario, la pérdida de control gubernamental sobre las bases del partido, el fuerte cuestionamiento interno a la imposición de Labastida y el indudable éxito de la campaña propagandística de Madrazo, pues el publicista Alazraki hizo de un precandidato deleznable un producto vendible que obtuvo más de tres millones de votos.
5. Las elecciones del 7 de noviembre pusieron además de relieve que el predominio absoluto del Ejecutivo sobre el partido, y la necesidad oficial de ocultar ``el dedazo'', que de ninguna manera ha sido sustituido por ``la cargada'' que como siempre sigue apuntalándolo, responde a las necesidades del capital trasnacional. Ernesto Zedillo propuso y dirigió desde Los Pinos esta simulación y así lo reconoció al felicitarlo el presidente Bill Clinton (9 de noviembre).
6. ¿Pensará seriamente Ernesto Zedillo que alguien cree en México que las bases del PRI eligieron a su candidato?
7. Las ``primarias'' del PRI enviaron en ese sentido un claro mensaje tanto al exterior como al interior del país, lo mismo al PAN y al PRD que a todas las fuerzas políticas organizadas, confirmando lo que ya se sabía: que para el grupo gobernante la Presidencia de la República -es decir el poder del Estado- no estará en juego en el 2000, y que los tecnócratas salinistas, tal y como lo han reiterado una y otra vez, se han dado por misión gobernar por 24 años para culminar la reconversión total del Estado mexicano.
8. Los dirigentes de los partidos ``de oposición'' y de las organizaciones sociales no parecen querer tener sin embargo una lectura más clara de lo que acontece en el país. En el ``nuevo'' sistema político mexicano, el ``nuevo PRI'' no les está asignando más misión que la de seguir legitimando las políticas oficiales, y por muy funcionales al neoliberalismo que se pretendan podrán compartir cargos en el gobierno pero no acceder al poder: tendrán acceso a posiciones pero no a la toma de decisiones.
9. El cambio político no estará más cerca en el 2000 que en 1994 o en 1988, sino todo lo contrario, pues el aparato de ingeniería electoral del Estado se ha modernizado y los medios de comunicación como los especialistas han impuesto en amplios sectores, en particular del exterior, la idea de que el régimen ya se democratizó y de que, por lo tanto, el ejercicio presidencialista del poder es legítimo, como sus políticas privatizadoras. Y ante este escenario los partidos no tienen más ``estrategia'' que la de buscar que sus miembros sigan escalando cargos públicos, alejándose cada vez más de las causas populares. Como acontece en el caso de la UNAM, en donde el PRD ha combatido desde sus inicios al Movimiento Estudiantil y no ha desaprovechado oportunidad alguna para tratar de negociar la huelga a espaldas de los estudiantes.
10. El gobierno cree que realizó un ensayo exitoso para el 2000, pero aún no termina 1999 y parece ignorar que hay una sociedad en movimiento.