Leonardo García Tsao
Golpes bajos

Su inicio mediante la filmación de comerciales y videoclips definió la carrera del director hollywoodense David Fincher. Sus largometrajes -cuatro a la fecha- se distinguen por una impecable factura que nos quiere vender tramposamente alguna idea. El club de la pelea es la expresión más acabada de esa habilidad formal puesta al servicio de conceptos dudosos.

Basada en una novela de Chuck Palahniukm un mecánico vuelto escritor, la película es narrada por un anónimo protagonista (Edward Norton, en otra actuación virtuosa), cuya sensación de vacío existencial lo lleva a un consumismo desenfrenado -ha llenado su departamento con chatarra de moda, adquirida por catálogo- y a buscar una emoción aunque sea artificial -atender sesiones de terapia de grupo para personas con verdaderos problemas. El encuentro casual con un tal Tyler Durden (Brad Pitt), fabricante y vendedor de jabones, cambiará su vida. Tyler es un provocador que, en sus ratos libres, procura sacar a sus congéneres de su pasividad a través de actos subversivos. Uno de ellos es organizar el club epónimo, donde los participantes masculinos tendrán la oportunidad de sentirse libres madreando sin piedad a sus oponentes.

En su imprevisible desarrollo, El club de la pelea se reserva otro par de giros narrativos, con los cuales Fincher y su guionista Jim Uhls contradicen la ironía postura inicial. Así, la revelación sobre la verdadera identidad de Tyler no es tanto un elemento para repensar la película (como sucede al final de El sexto sentido, digamos), sino otro gimmick de un relato que se quiere pasar de listo. (Un ejemplo más: Fincher ha introducido imágenes subliminales a su película, incluyendo la de un falo al final, como para sugerir que el propio Tyler se ha metido a la caseta de proyección. Ja, ja).

El cineasta juega la carta de la transgresión para apelar a un público básicamente masculino y joven. Muchos espectadores se identificarán, suponemos, con ese malestar de una generación, la llamada X, que está por entrar a su tercera década en un estado de entumecimiento emocional. Bajo una perspectiva digna de un adolescente machista, la cinta coquetea superficialmente con Nietzche para proponer que la salida a ese sentimiento de castración espiritual se dará por vía del dolor, la violencia y la (auto)destrucción. Para ello, Fincher ejerce su gusto por un estilo visual chamagoso -todo parece haber sido filtrado por cochambre-, y se regodea en los constantes acciones de indudable corte sadomasoquista. En efecto, estamos ante otro caso de nihilismo chic, tan prefabricado como esos baluartes clasemedieros que pretende atacar.

Sin embargo, lo más objetable de El club de la pelea no es su truculenta agresividad, ni su intensa misoginia -una constante de Fincher, por cierto-, sino que, hablando de castración, ni siquiera tenga los cojones de sostener su pose provocadora hasta las últimas consecuencias. En el último acto, Fincher hace que su protagonista se arrepienta de sus pecados, como para desarmar las justificadas acusaciones de una tesis fascista. A fin de cuentas, la película que ha basado su discurso en atacar a la complacencia, se ha vuelto bastante complaciente.

El club de la pelea (Fight Club, EU, 1999), de David Fincher, con guión de Jim Uhls, basado en la novela homónima de Chuck Palahniuk. Fotografía: Jeff Croneweth. Música: The Dust Brothers. Edición: James Haygood. Intérpretes: Edward Norton, Brad Pitt, Helena Bonham-Carter, Meat Loaf Aday, Jared Leto. Producción: Linson Fils, New Regency Productions.

[email protected]