Jorge Camil
A medias

Tenemos fama de malhechos. Se dice que somos creativos y, cuando queremos, trabajadores, pero... (jamás faltan los ``peros'') inconstantes, desorganizados y despreocupados por los detalles. Siempre salimos con ``domingo siete''.No redondeamos, no concluimos, jamás cerramos capítulos. ¡Ah! casi olvido otra de nuestras características nacionales: no sabemos trabajar en equipo: todos somos estrellas, directores y estrategas. Y, en la hora de la nación, generales o candidatos; jamás soldados de trinchera. Esa forma de ser (la parálisis del ``ya mero'' y el ``ya casi'') ha afectado tradicionalmente nuestra productividad nacional, pero en forma mucho más importante nuestro futuro como nación transparente y democrática. Jamás derrotamos a la crisis: caminamos hacia la victoria a paso de caracol y con el correspondiente caparazón, por supuesto. Nunca salimos del hoyo: nos ensimismamos mirando eternamente la luz del túnel. Somos una nación de conformistas.

Ahora, cuando las principales naciones de América Latina se preparan con entusiasmo popular a sacudir los últimos vestigios de las dictaduras continentales, las inercias y los estragos económicos de la ``década perdida'', los mexicanos nos preparamos a inaugurar otro sexenio (¿otro siglo, otro milenio?) de lo mismo. (Aunque en estricta justicia debemos reconocer, en forma consistente con la cultura del ``ya mero'' y el ``ya casi'', que esta vez el proceso incluyó unas incipientes elecciones primarias y un intersticio de libertad ciudadana). Desafortunadamente no se dará entre nosotros el entusiasmo argentino por el triunfo de la Alianza Opositora del reformista Fernando de la Rúa, ni la algarabía generada por el inusitado triunfo en primera vuelta del médico socialista Tabaré Vázquez en Uruguay. Y aunque esperamos las elecciones del 2000 con una morbosa curiosidad que de ninguna manera debe confundirse con orgullo republicano, tampoco podremos experimentar la justificada anticipación chilena por el posible triunfo de Ricardo Lagos. Porque las candidaturas de Vázquez, De la Rúa y Lagos representan auténticos triunfos ciudadanos envueltos en la emoción de la alternancia en el poder; el delirio de confirmar que la democracia incluyente, la de contenido social, la que define los destinos de las naciones, reside en el pueblo.

Desalentados por el rotundo fracaso de la economía de mercado (que ha incrementado la concentración económica y la desigualdad social), algunos politólogos europeos comienzan a hablar de la ``democracia incluyente'', un concepto que implica la desconcentración del poder económico y del poder político, en un marco de respeto universal por el entorno ecológico. Sin embargo, en nuestro medio no se da ni lo uno ni lo otro. Para hablar solamente de uno de los temas, las pasadas elecciones primarias del 7 de noviembre pusieron de manifiesto que el poder político continúa altamente concentrado entre los ``políticos profesionales''. A pesar de todo, el gran triunfador fue el pueblo. Titiritando de frío en una mañana invernal salió a participar en números impresionantes, demostrando un elevado espíritu cívico y una firme convicción en el poder del voto ciudadano. Aunque la puesta en escena (las reglas del juego, las fanfarrias, la cargada, el apoyo económico, la información a los medios y los candidatos) haya sido proporcionada por el aparato oficial.

Sin restarle méritos al éxito priísta (y reconociendo que estamos en el umbral de un nuevo formato electoral) es necesario airear los temas y las reglas del juego: el monto de los gastos de campaña de cada candidato, la justificación para el voto por distritos (en lugar del voto directo), la participación de candidatos desconocidos como Silvestre Fernández (con el aparente propósito de restarle voto al joven y entusiasta Roberto Campa) y los porcentajes correspondientes al universo de electores participantes. Además, habría que explicar la cargada. Un fenómeno tan viejo como el siglo que amenaza con adquirir nueva relevancia. Sería imperdonable aplastar el entusiasmo democrático del pueblo sustituyendo, como dice Carlos Monsiváis, el dedazo por la cargada.