Ugo Pipitone
Berlín, diez años atrás
La noche del 9 de noviembre de 1989, miles de ciudadanos de Berlín Oriental se concentraron en las inmediaciones del muro para traspasarlo hacia occidente. Al mismo tiempo, el gobierno y el partido de Estado se entregaban confundidos a la incapacidad de controlar el último --más retador-- episodio de movilización social que revelaba toda sus impotencias. Una arquitectura de control social armada en cuatro décadas se desmoronaba miserablemente frente a los ojos de dirigentes que de pronto descubrían la locura de haber creído poder congelar el tiempo. La joya más preciada del imperio soviético se rompía en mil pedazos, sin que nadie pudiera hacer nada para evitarlo. Pocos acontecimientos de la historia contemporánea tienen una carga alegórica comparable. Doscientos años antes, la toma de la Bastilla había sido el acto simbólico del derrumbamiento de un pasado que se resistía a desaparecer. Hace diez años, con la caída del muro de Berlín, los ojos del mundo vieron la emancipación de un futuro que se había convertido en un delirio autoritario. El nuevo mundo no había cuajado y se había vuelto una cárcel que sólo sus carceleros creían eterna.
La historia avanza por caminos torcidos y, no obstante todo, como dice justamente Mijail Gorbachov, la existencia de la RDA hizo posible el comienzo de una reconciliación entre el pueblo ruso, que del anterior delirio teutónico pagó el costo más alto, y un pueblo alemán que tuvo que pagar un costo también elevado en el camino de una reconciliación rusoalemana sin la cual la Europa de la actualidad sería un lugar cargado de más odios de los que persisten, y que se revelan hoy en los Balcanes y en el Cáucaso.
Incluso, la construcción del muro en agosto de 1961, una de las decisiones más absurdas de la historia contemporánea, podría haberse justificado como dolorosa medida transitoria para construir nuevas formas de bienestar económico y de convivencia política. Pero no ocurrió ni lo primero ni lo segundo, y el muro terminó por ser el máximo símbolo de un régimen encerrado en los ritos de una democracia inexistente y en la paranoia de una Stasi encargada de controlar las más mínimas expresiones de individualidad no plenamente plegada a la disciplina partidaria.
ƑCuáles enseñanzas pueden derivarse de la caída del muro? Obviamente, es muy pronto para evaluar las dimensiones históricas de ese acontecimiento. Y sin embargo, algunas cosas pueden decirse. Enumerémoslas con la circunspección debida a la conciencia de que si el presente nunca es cristalinamente obvio, la historia lo es menos aún.
Con la caída del muro, el comunismo ha concluido su ciclo histórico. Fue un atajo que no llevaba a ningún lado hacia donde valiera la pena ir. Algunos lo aprendimos a través de una lenta (insegura y, a veces, traumática) maduración intelectual, otros tuvieron que aprenderlo en formas mucho más dolorosas. La democracia, pensando en ese quebradizo puente secular que va de Atenas a la Revolución Francesa, y que hoy podemos simplificar en el principio de representación y en el pluralismo, es el peldaño irrenunciable sobre el cual pensar y experimentar formas más avanzadas de convivencia futura.
La segunda enseñanza es que cuando los ritos institucionales se preservan sin una crítica social que pueda revelar sus miserias e hipocresías, las sociedades se vuelven un juego de espejos deformados en que la retórica y la simulación se convierten en instrumentos de desestructuración del ciudadano. La democracia es un lugar incómodo, donde nunca se aprende en forma armoniosa, pero los atajos autoritarios son siempre el canal por el cual los delirios de los de arriba contaminan todo el conjunto. Y democracia sin ciudadanos es un Frankenstein que se regodea en sus atrasos.
La tercera es que miseria y falta de libertad no conviven en el largo plazo (cualquier cosa que quiera eso decir). Occidente es hoy democracia con desatención hacia sus propios excluidos; Oriente es un camino hacia el bienestar en medio de distintas formas autoritarias. La cuadratura del círculo entre bienestar y democracia sigue siendo un reto elusivo que, sin embargo, es nuestro mayor desafío generacional. La caída del comunismo significa que aquellos que siguen pensando tercamente en esa cuadratura del círculo como la más humanamente preciosa, se enfrentan a una tarea de renovación intelectual de dimensiones históricas. Sin atajos y sin vanguardismos mesiánicos. Algo habremos aprendido, espero.