Pedro Miguel
Big Brother en la ventana
El viernes pasado el juez Thomas Jackson dio la razón al Departamento de Justicia estadunidense y determinó lo que saben perfectamente decenas de millones de usuarios de computadoras personales en todo el mundo, es decir, que Microsoft tiene el monopolio de los sistemas operativos para tales aparatos. La decisión --un episodio más en un litigio que tendrá muchos otros-- puede tener consecuencias tan ligeras como que se obligue a la empresa, por mandato judicial, a ser menos leonina en sus contratos de uso de Windows, o tan graves como la división obligada de Microsoft en varias compañías que compitan entre sí. La idea del proceso legal es proteger a los consumidores de Estados Unidos --los demás no pintamos para nada en la justicia de ese país-- de una empresa abusiva que vende productos insatisfactorios a precios altísimos aprovechando la ausencia de otros similares y que impide, por supuesto, el surgimiento y desarrollo de competidores.
Pero la disputa entre Bill Gates y el Departamento de Justicia tiene implicaciones que van mucho más allá de las meras consideraciones mercantiles y de las reglas del libre mercado, y que trascienden, con mucho, las fronteras de Estados Unidos.
El hecho que más de 90 por ciento de los operadores informáticos del planeta tengan que lidiar con las fallas de programación de Windows, pero también con la sintaxis, el estilo y los gustos visuales de Microsoft, implica que éste tiene un impacto mundial en lo cultural, en lo ideológico y en lo estético que sobrepasa el ámbito de acción de un simple fabricante de software. El que decenas de millones de esos usuarios se vean obligados, para operar y mantener al día el sistema, a acudir con frecuencia a los sitios de Microsoft en Internet, convierte a la compañía, por sí misma, en uno de los medios de información con mayor poder de penetración; ello, sin contar con sus alianzas estratégicas con medios de mayor tradición, como NBC, o con conglomerados de telecomunicaciones como Telmex. El que el presidente y accionista principal de Microsoft tenga una fortuna personal de rango similar o superior al costo total del Fobaproa --o una tercera parte del presupuesto de defensa de Washington, o la mitad de la deuda externa de México-- los reviste, a él y a su empresa, con un poder político-económico superior al de muchos Estados soberanos: en la economía mundial y en la esfera de las grandes decisiones geopolíticas, Gates y Microsoft importan más que Marruecos o Costa Rica (no puedo evitar el recuerdo de compañías gringas como la United Fruit y la ITT, que ponían y quitaban gobiernos en América Latina), y a las reflexiones del Señor de las Ventanas se les da mucha más cobertura que a las de cualquier Premio Nobel, que a las de un estadista o que a las de un secretario general de la ONU.
El emporio de Seattle no es eterno. Se supone que algún día el mercado, por sí mismo, lo conducirá a una caída más o menos estrepitosa, como le ocurrió a IBM hace no mucho. Pero, mientras llega ese momento, la desmesurada concentración de poder --político, económico, mediático, cultural e ideológico, además de informático-- en Microsoft podría tener consecuencias desastrosas para mucha gente. Sería preferible prevenirlo. Por eso el fallo judicial del viernes es un dato tranquilizador: los logotipos de Windows y de Internet Explorer son ya demasiado omnímodos y poderosos, y las ventanas empiezan a parecerse a los ojos del Gran Hermano.