Resultó que lo lidiado en la Plaza México no eran toros, sino diablillos cojuelos -por cojos- ya sin lumbre. La puerta de toriles se había cambiado a la boca abierta al cielo entoldado de nubes. Los diablillos llegaban en modernos avioncillos, se caían, y se escondían en los palcos, dejándose invadir de un sentimiento de asombro, en el inicio de la temporada grande. Esbozaban balbuceos de incoherencia lírica al compás de los pasodobles. En su turno ya en el ruedo, experimentaban de súbito el anhelo de reclinar sus cuernitos sobre los capotes azules de la noche que los maquillaban, les daban su retoque e inflaban con azufre, para verse gordos y malosos.
Luego a jugar con la ferocidad de sus ajetreos ¿Por qué no abandonarse a la voluptuosidad de no seguir hiriendo, de perdonar a los picadores que los volvían picadillo, salpicando de moronga a los cabales y cerrar los ojos y repeler las fealdades y horrores que a su alrededor se agitaban, al clavar las banderillas. ¿Por qué no derramar las tinieblas azules sobre el ruedo en una efusión de bálsamo, para que Uceda Leal divirtiera al Zotoluco y San Román con una toreada, dulcedumbre de sordina tibieza de mano amante. Así, el agrio rumor de lo heterogéneo dispar, polémico, se fundía en una sola melodía mansa, como el toreo del madrileño --aún verde para oficios mayores- de giro cantando en versos aparte. De repente se armó la gorda y los diablillos cojuelos reconocieron que los aficionados se deberían burlar de su gesto sombrío, de su entrecejo tenebroso, de sus pitoncillos, de sus avioncillos, de su supuesta maldad y mansedumbre. Pero lo que parece melodrama está trocado de hechicería desesperada. De las puntas de sus cuernitos fluía como miel inédita, fragancia y espuma mansa, sabroso cautiverio, laxitud subyugadora misterioso, y pese a eso los toreros no pudieron expresar lo poquito que saben torear, dije torear, no pegar pases.
Y si es así, para qué quieren fieras cinqueñas, portadoras de la fuerza bruta e incontrolable de la naturaleza, en los pitoneslos pitones: ¡Qué vengan diablillos cojuelos y Ponce, Juli y Hermoso de Mendoza y dejen sentir su arte, envolvente de identificación y concordia! Ayer entre bisbiseos, olés, murmullos, maceraron a los diablillos cojuelos de Javier Garfias, los picadores, bajo la boca que se hizo musical en las tinieblas.
Aparte los aficionados contemplamos a los garfeños embestir, soseando y los toreros, sin nada qué decir. Lo mismo El Zotoluco que Oscar San Román.
Sólo Uceda Leal brilló en chispazos sueltos. Pero, un pero, nada más, después de esto, los diablos cojuelos desaparecieron y a la fiesta brava se la llevaron al infierno, para seguir so- seando con otros becerrines y protegerse del frío que congeló a la afición, en un inicio de temporada acorde con el clima.