¿Existe una comunicación directa entre las personas fallecidas y quienes les sobreviven? ¿Qué poder de sugerencia mantienen todavía hoy las historias de fantasmas -maléficos o bienhechores- con un propósito aún pendiente en la tierra? Los itinerarios de almas errantes han cobrado en el cine acentos de desesperación y júbilo reparador, como en la parábola navideña de Frank Capra ¡Qué bello es vivir! (It's a wonderful life!, 1946), o de humor melancólico, como en Lilliom (Fritz Lang, 1933). El cine hollywoodense más reciente presentó el tema en su aproximación más característica, la comedia romántica, en La sombra del amor (Ghost), mientras el europeo presentaba una fantasía berlinesa, Las alas del deseo, de Wim Wenders. El tema no es precisamente original. Acaso interesa como barómetro de paranoias colectivas y miedos finiseculares, pero su poder de asombro o desconcierto aparece muy menguado en una época en que la estética del gore y el videoclip proponen un catálogo infinito de emociones y estímulos sensoriales. En una década en que las posibilidades de la realidad virtual y el recurso a las nuevas tecnologías han rediseñado las propuestas del cine fantástico, ¿qué impacto puede aún tener una película de suspenso basada, llanamente, en una experiencia paranormal?
El mayor reto para el realizador, hasta hace poco independiente, Night Shyamalan (Praying with anger, 1992; Wide awake, 1997), fue precisamente evitar la gama de efectos especiales y recursos deslumbrantes con los que Hollywood ha venido predisponiendo la respuesta del público a sus productos. Su tercer largometraje, Sexto sentido (Sixth sense), construye su propuesta justamente en una dirección poco acostumbrada, con un desarrollo narrativo aparentemente banal, que sin embargo suscita en el espectador un desconcierto creciente, hasta culminar en el desenlace perturbador que invita a una consideración nueva de todo lo visto. Shyamalan ofrece un giro narrativo estupendo, tal vez una de las pocas vueltas de tuerca que verdaderamente justifican la frase más trillada de la publicidad fílmica: ``No permita que nadie le cuente el final''.
En Sexto sentido, Bruce Willis interpreta, con sobriedad inesperada, a un psiquiatra obsesionado en la tarea de reparar con un paciente infantil, Cole Sear, de ocho años (Haley Joel Osment), la supuesta negligencia con la que indirectamente ocasionó la muerte de otro paciente, Vincent Grey (Donnie Wahlberg). Ambos pacientes comparten un poder paranormal, el ``sexto sentido'' que les permite ver a personas que fallecieron de modo violento y escuchar sus reclamos póstumos. Lo angustiante es saber que las personas así vistas ignoran estar realmente muertas. Algo sorprendente en la cinta es la destreza con la que Shyamalan dirige a su joven protagonista, evitando caer en los efectismos de La profecía (The omen, Donner, 1976) y secuelas. No hay nada diabólico en el niño Cole, perfecto anti Demian, y sí una enorme capacidad de transmitir la vulnerabilidad y la angustia de quien posee involuntariamente un poder (un secreto) inconfesable y doloroso. En el papel, Haley Joel Osment (11 años) muestra un buen desempeño. Su relación con el psiquiatra (Willis) rompe con los estereotipos habituales. No hay una jerarquía verdadera -tutor y alumno, profesional y paciente-, sino el encuentro de dos personas con un grado de zozobra casi idéntico. De la misma manera en que el director (también guionista) sugiere esta extraña complicidad de iguales, presenta un drama de lo sobrenatural que rápidamente rebasa los terrenos familiares de una Dimensión desconocida (Twilight zone) para incursionar en esa realidad paralela y desconcertante que David Cronenberg exploró en Zona muerta (Dead zone, 1983). En aquella cinta, el protagonista (Christopher Walken) poseía el poder de la videncia, y era capaz de anticipar catástrofes e incluso un magnicidio; su incapacidad de cambiar el curso de la historia incrementaba todavía más su angustia. En el caso del niño Cole, un desasosiego semejante preside todos sus actos, y la impotencia es igual, acaso más dramática aún por el silencio que el protagonista se autoimpone. Una escena estupenda lo muestra ejerciendo, sin proponérselo, su poder en un salón de clases: reduce al ridículo a su profesor y le obliga a revivir su adolescencia de tartamudo (Stuttering Stanley); en otra escena, el niño presencia escenas de una inquisición y tortura ocurridas en la apacible escuela dos siglos antes. Cuando el espectador piensa estar ante una cinta hollywoodense más, cuando las historias de amor filial y los desencuentros conyugales parecen quedar en su sitio y ajustarse a los clichés del género, el desenlace que propone Shyamalan coloca toda la historia en su punto de partida, como si la pesadilla debiera iniciar de nuevo. Esta malicia del cineasta y el desempeño de sus actores son las mejores recomendaciones de esta cinta.