Hermann Bellinghausen
La pluma de más aire

El bagazo de su existencia había asentado en ese rincón del patio, en una capa sólida de verde deslavado, incomprensiblemente sin putrefacción en sí, negación del elemental ciclo del nitrógeno, piedra vegetal por así decirlo, bagazo que no cesa. Digo, porque en el resto del predio del tío Carmelo, pequeño pero ya algo, crecían con naturalidad rosales, desordenados pero vivos, claveles y duraznos, ciruelos y setos. Pasto salvaje donde no es de paso, helechos colgados de alambres, y yedra sueca. Al centro del predio (predio le puso el tío, y predio se llamó siempre para todos), a manera de fuente, un majestuoso agave, ya viejo, con cicatrices como tatuajes, palabras como signos, flechas, irresponsables puñaladas de los años.

Los chorros brotantes del maguey eran una fuente detenida en tiempo vegetal, poca espina y mucha piel aguamielera.

Había reunión. Fiesta. Prestó el predio para un cumpleaños ajeno -el único tipo de cumpleaños que Carmelo celebra. Unos ebrios, otros no tanto, decenas de invitados en la casa, en el patio, incluso en la banqueta, en la calle. La cocina, animada de conversaciones, platos y vasos que chocan, ir y venir de botellas. Algo parecido a la música llegaba de la sala.

Carmelo, fantasma, deambulaba entre los invitados que el no invitó. A la mayoría no los conocía. Ni falta que hacía.

Pero entonces vio caer, lentamente, una larga pluma, girando hasta el suelo. Dio unos pasos entre los invitados, importunándolos, se inclinó entre dos señoras comiendo bocadillos que respingaron, aunque se tratara del dueño de la casa. El recogió la pluma entre el índice y el pulgar, la alzó ante sus ojos, y luego se dirigió al fondo del predio, cruzó la breve arboleda del huerto, rumbo al rincón del bagazo.

Un sobrino suyo, adolescente, estaba allí con la niña Aurora, su novia, aprovechando, ya ves.

No reparó en ellos. Derechito caminó hacia la capa endurecida y clavó, con esfuerzo, la pluma, en el último rincón.

El sobrino retiró parcialmente su pulpo de la niña Aurora, quien con labios hinchados sonreía, ida, tratando de mirar bajo los párpados ahíto de ver de cerca.

-Oye tío, ¿para qué clavas allí la pluma?

Carmelo miró al sobrino, luego a la muchacha, dibujó con sus arrugas planisféricas un gesto de tolerante simpatía, y confío:

-Para que haga aire. Para que todos lo haigan, para que ustedes puedan volar, si quieren.

Y se fue, de regresó a la fiesta. La muchacha, con esa lucidez que siempre tienen las mujeres antes que los hombres, y volviendo en sí, comprendió que no había nada que comprender, se echó sobre hombros, cuello, cintura y muslos el pulpo del sobrino, y dijo, a punto de atacar, con un beso chicloso y salvado, y dar el punto por discutido:

-Tú tío está loco, güey.

Ajá. Sí estaba. El sobrino y Aurora reiniciaron su oculto agasajo, lejos de las miradas familiares, allí, en el bagazo sólido del tío, la única parte fija de ese mundo vegetal, húmedo, intranquilo. Como fijas eran las cicatrices, del maguey, allá donde las familias bebían, reunidas.

Como las cicatrices de la gente. Todo mundo tiene alguna. El rincón de bagazo era la cicatriz del predio, y la pluma, larga, blanca, absurdo, se agitó con el viento. Al sobrino pulpo y la niña Aurora, el rincón de bagazo les servía de playa, qué a gusto, el bagazo de toda una vida, la del tío Carmelo. Y la pluma inventando corrientes de aire para todos.