Horacio Labastida
China está de pie

El primero de octubre de 1949 es, para China y el mundo, un día pleno de gloria, alegría y confianza en la historia feliz de la humanidad porque simboliza uno de los momentos estelares que arraigan en la conciencia del hombre el derecho a la libertad de la opresión, desde la servidumbre de las antiguas edades hasta la moderna enajenación de los pueblos, impuestos por grupos financieros dueños del crédito, la producción y los mercados hoy globalizados. Quienes representaron al género humano y sus proyectos libe-radores, en aquel primero de octubre, fueron los chinos que presidiera entonces el comandante supremo de los ejércitos rojos, Mao Tse-Tung.

Ante los 300 mil pekineses reunidos en la enorme Plaza Tien An Men, Mao solemnemente declaró fundada la República Popular con estas palabras ya registradas en los anales mo-dernos: ``China se ha puesto de pie y nunca volverá a inclinarse ante los explotadores del presente y del futuro'', abriendo así una etapa nueva en la historia de la patria de Confucio y también en la historia universal.

Con aquel 17 de octubre del año 1917, en Rusia; el rimero de octubre de 1949, en China; y el primero de enero de 1959, en Cuba, el siglo XX aprendió y comprendió a la vez que la libertad no es mera utopía como lo creyeron Tomás Moro, Campanella y Francis Bacon; en verdad, La Ciudad del Sol no está ubicada eternamente en el centro de la mecánica planetaria, en un mero sueño evanescente, puesto que el hombre puede convertir el mito del paraíso perdido en paraíso encontrado, con el trabajo y la generosidad de los que han decidido hacer de la sociedad una comunidad venturosa y no doliente. En el siglo XXI se ha probado que la república ideal puede ser una república real, al alcance de todos, si el Estado deja de ser instrumento del poderoso para transformarse en instrumento de los pueblos comprometidos con el bien común.

La batalla de China no ha sido fácil. Entre las legendarias Tres Dinastías y la Manchú, transcurrieron casi 4 mil años en que los hijos del cielo gozaron delicias sociales en contraste con las masas de súbditos aniquiladas por la miseria y la desesperación; y el secreto fue sencillo: expoliar a millones de trabajadores para levantar suntuosos palacios, hartarlos de cosas preciosas y justificar las opulencias en la na-turaleza divina de los hijos del cielo; los demás, simplemente poblaban campos y ciudades para servir humildemente a los monarcas; y así se consolidó el dominio de los selectos hasta el cambio que indujeron los ingleses al desatar la Guerra del Opio (1839-60); se tomaron para sí los inmensos territorios Ching y edificaron al lado de la India conquistada, una colonia que agregara nuevas riquezas a la corona victo-riana. En esos años de subordinación al extranjero, China descubriría que el verdadero imperio no desciende del cielo, sino de barcos artillados y soldados armados con dispositivos que no pueden resistir los aristócratas decadentes; y dentro de la segunda mitad del siglo pasado, fue repartida entre las potencias europeas y el Japón industrializado, gracias a la restauración Meiji (1868).

El hijo del cielo entregó sus cetros al capitalismo occidental, doblegado por su aperplejante e indigna debilidad; y en estas circunstancias prosperó la revolución de Sun Yat-se, substanciada en el célebre movimiento del 30 de mayo. El sistema dinástico cayó entre deleznables ruinas ante la eclosión democrática obturada por el Kuomintanf del Chiang Kai-Chek autocrático y cómplice de las potencias extranjeras, cuyo programa incluía la necesidad de supeditar y explotar a las colectividades populares. No tardó Japón en disputar el predominio sobre China, invadió Manchuria, creó el gobierno pelele Man Chu Kuo (Manzhougou), en medio de la trágica Segunda Guerra Mundial. Todo parecía infausto en la China de aquellos años, pero los comunistas de Mao Tse Tung izaron las banderas libertarias y derrotaron por igual a los invasores japoneses, a Chang Kaichek y a sus cómplices estadunidenses.

Al mismo tiempo, la guerra fue sangrienta y tan exitosa para un pueblo chino que, por vez primera, adueñaríase de su propio destino.

La enseñanza es grandiosa: la escla-vitud deja de ser una necesidad histórica en el momento en que los pueblos se ponen de pie, sea en el caso de China o en el de cualesquiera otras naciones sojuzgada.