Hollywood festeja el año del fantasma discreto. Entre las diversas películas que han abordado lo sobrenatural, las más taquilleras han sido también las más sutiles. Estamos hablando de El proyecto de la bruja de Blair, claro, y sobre todo de El sexto sentido, cuyas millonarias recaudaciones acaban de desbancar a Tiburón en el hit parade. Aunque parece haber salido de la nada, El sexto sentido es el tercer largometraje del director y guionista M. Night Shyamalan, nacido en la India pero criado en Estados Unidos (no conozco sus dos películas anteriores, Praying With Anger o Wide Awake, ni sus múltiples cortos).
La cinta no se inscribe propiamente en el cine de horror, sino se mueve entre el drama psicológico y el relato de fantasmas, con una pizca de historia de amor. En la ciudad de Filadelfia, el psicólogo infantil Malcolm Crowe es agredido en su hogar por Vincent Gray (Donnie Wahlberg), un ex paciente rencoroso, ya adulto, que se suicida en el acto. Al siguiente otoño, el doctor busca a otro niño perturbado y con síntomas similares a los de Vincent para tratar de ayudarlo. Se trata de Cole Sear (Haley Joel Osment), hijo único de una madre divorciada (Toni Collette) y aquejado por temores que lo han aislado de los demás. Tras obtener su confianza, Crowe conoce el secreto del niño: su capacidad de ver los fantasmas de gente muerta en circunstancias violentas. El doctor lo convence de no atemorizarse e intentar hablar con ellos.
A diferencia de la mayoría de los productos hollywoodenses actuales, El sexto sentido trata sobre personajes creíbles y no busca el efecto por el efecto mismo. Una comparación con una tontería como La maldición (The Haunting, Jan de Bont), que hace exactamente lo contrario, resalta las cualidades del enfoque de Shyamalan, cuyo mérito central es narrar su historia en términos de una cotidianidad sostenida aun en las apariciones fantasmales (que no adoptan el aspecto transparente de costumbre, sino aparentan ser de carne y hueso, con el detalle de conservar los daños físicos causados por su deceso).
El realizador recurre a una académica pero correcta creación de atmósfera, apoyada en un uso sugerente de los encuadres, la iluminación y la constante música de James Newton Howard. De hecho, el único efecto especial es la prodigiosa caracterización del pequeño Haley Joel Osment, cuyas facciones melancólicas evocan una versión infantil de Stan Laurel. Lo más inquietante de la película está concentrado en el rostro espantado de Cole, en sus reacciones conmovedoras ante lo desconocido.
Asimismo, el eje emotivo de El sexto sentido yace en sus intercambios con Crowe, interpretado por Willis con una contención y una sinceridad tan raras, que en ningún momento luce su sonrisa socarrona de siempre. La verosimilitud de esa relación es fundamental para la eficacia de la revelación final de la película. Dado que Shyamalan no ha hecho trampas -no como las ejercidas por Bryan Singer en Los sospechosos comunes, por ejemplo-, el inesperado giro funciona en términos dramáticos, obligando al espectador a reinterpretar todo el relato con una nueva perspectiva coherente. Quizá esta sea la razón principal del éxito popular de El sexto sentido: el brindarle un cariz sentimental al más allá -como sucedió con Ghost, la sombra del amor, hace unos años- en la espiritualidad muy en boga en estos tiempos milenaristas. Además, es de suponer que varios espectadores -como uno- salen con el deseo de volverla a ver para comprobar esa nueva lectura.
El sexto sentido (The Sixth Sense, EU, 1999), de M. Night Shyamalan, con guión de él mismo/ F. en C: Tak Fujimoto/ M: James Newton Howard/ Ed: Andrew Mondhsein/ I: Bruce Willis, Toni Collette, Olivia Williams, Haley Joel Osment, Donnie Wahlberg/ P: The Kennedy/ Marshall Company para Hollywood Pictures/ Spyglass Entertainment.