La Jornada jueves 4 de noviembre de 1999

Juan Gelman
Barbarie a juicio

Hay muchos argentino contentos: la decisión del juez español Baltasar Garzón de procesar a 98 represores argentinos por los delitos de genocidio, terrorismo y torturas tal vez mitigue en algo el dolor de esa madre de un desaparecido que durante 15 años preparaba cada noche un plato de sopa caliente, el que su hijo solía tomar cuando volvía del trabajo. La ausencia enfriaba la sopa, pero ella dejaba sin llave la puerta de la casa antes de irse a dormir.

La resolución del juez español no tiene precedentes: ordena la prisión provisional incondicional de 97 de los acusados, militares, policías, gendarmes y civiles que fueron ejecutivos de la muerte bajo la dictadura militar (1976-1983). El marino arrepentido Adolfo Scilingo queda en libertad provisional. El mismo auto incluye órdenes de búsqueda y captura internacional válidas para todos los países del mundo, incluida Argentina. Afecta a los miembros de las tres primeras juntas militares, a los jefes del ejército que ejercieron la máxima autoridad en la capital federal, la provincia de Buenos Aires y las del centro, noreste y noroeste del país, así como a responsables identificados de torturas, secuestros, asesinatos, robo de niños nacidos en cautiverio, violaciones, desapariciones y otras conductas delictivas perpetradas en la Escuela de Mecánica de la Armada --donde desaparecieron 5 mil personas-- y en los centros clandestinos de detención que funcionaron en las provincias de Tucumán y Santa Fe. En la primera, el general Bussi, hoy diputado nacional electo y requerido por el juez Garzón, se entretenía matando prisioneros a garrotazos.

Obligaciones

La orden de captura es ``a efectos de extradición'' y muchos se preguntan si el recién electo gobierno argentino dará curso a esa solicitud. En 1998, el presidente Carlos Menem dictó un decreto que prohíbe explícitamente colaborar con el juez español. Argentina, sin embargo, está obligada por el Tratado de Extradición y Asistencia Judicial en Materia Penal, firmado con España y en vigor desde 1990, a recorrer una de estas dos opciones: o la justicia argentina acoge la demanda judicial y abre la compuerta para un futuro proceso de extradición, o enjuicia en el país a los acusados. El artículo 3 de ese tratado establece que son objeto de extradición los delitos que figuran en las convenciones internacionales que los dos países hayan firmado. Y los dos países firmaron la Convención sobre el Delito de Genocidio de 1948 y la Convención sobre la Tortura de 1984.

El auto judicial de Garzón, 282 páginas que sintetizan lo actuado desde hace tres años y medio, satisface una ética, pero es eminentemente jurídico. Se apoya en el testimonio de más de 150 sobrevivientes de los campos de tortura y familiares de desaparecidos, y en numerosos informes de organismos de derechos humanos, sindicatos, partidos políticos, agrupaciones universitarias y juristas de varios países. La descripción de la barbarie ocupa más de 30 mil folios. Hubo mucha.

Resistencias

El presidente electo, Fernando de la Rúa, prefiere la cautela para referirse al tema. No pocos dirigentes y parlamentarios de su partido, la Unión Cívica Radical, votaron las leyes perdonadoras de Obediencia Debida y Punto Final que impulsó el presidente Raúl Alfonsín, también radical. El principal asesor jurídico del presidente electo, Ricardo Gil Saavedra, señaló que la extradición no sería procedente y diferenció la situación de Pinochet de la de los represores argentinos. El primero, dijo, no fue juzgado en Chile, y los últimos sí en la Argentina, aunque fueron amnistiados por las leyes alfonsinistas y los indultos menemistas.

Tal vez el candidato a ministro de Justicia del próximo gobierno no haya reparado en un par de detalles: no todos los acusados por Garzón fueron juzgados; y luego, ninguno de ellos lo fue por genocidio y terrorismo. Eso explicaría el escepticismo de Hebe de Bonafini, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo: ``No harán nada'', declaró.

Lo cual no mella en lo más mínimo la importancia de la resolución del juez Garzón. Es otro avance en la lucha contra la impunidad que, con excepción de un grupo de nazis, ha abrigado siempre a dictadores y acólitos. El progreso de este nuevo orden jurídico internacional no sólo choca con el viejo. El caso Pinochet ha desnudado hasta qué punto ciertos intereses económicos --los de la industria armamentistas británica, por ejemplo-- se interponen en el andar de la justicia.

Soberanías

Los gobernantes civiles del Cono Sur no insisten tanto ya en el concepto de soberanía --que yacía herrumbrado cuando se vaciaban las riquezas nacionales en aras de la llamada globalización-- para rechazar o congelar las medidas solicitadas por Garzón. Ahora hablan de ``defensa del principio de territorialidad''. Aunque el genocidio sea un delito de lesa humanidad, es decir, hiere a toda la humanidad. Por lo demás, en 1994 se modificó la Constitución argentina y se estableció que una serie de tratados y convenciones internacionales de derechos humanos tienen rango constitucional. Dicho de otra manera, se aceptó el principio de extraterritorialidad. Finalmente, el Plan Cóndor, en cuyo marco las dictaduras militares de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia y Brasil coordinaron sus actividades represivas, también fue extraterritorial. De esto poco y nada hablan los defensores de la territorialidad.

Cabe preguntarse acerca del por qué buena parte de la clase política argentina resiste el juzgamiento de los culpables del genocidio argentino. Esa forma de continuidad civil del pensamiento militar, ¿encubre viejas complicidades? ¿Otros temores? ¿Es producto de la cultura del autoritarismo impuesta por más de medio siglo de dictaduras militares, a veces interrumpidas por gobiernos elegidos en las urnas? Lo cierto es que en nadie delegaron las víctimas la facultad de perdonar a sus victimarios.

Silencios

``Los derechos humanos hoy son la subversión'', profirió alguna vez el general Menéndez, ``el carnicero de Córdoba''. Es otra afirmación de la ideología encubridora de esos militares, que no pueden asumir abiertamente la autoría de su actos. El delito de la desaparición de 30 mil argentinos y argentinas se sigue cometiendo y hay capas de silencio sobre el destino que corrieron. Los represores se han apropiado de ese saber y algo oscuro gobierna el presente del país, algo que no sólo pasa sobre los familiares de las víctimas: también hace planear sobre la sociedad argentina el enigma de un horror repetible sin castigo.

En los 340 campos de concentración de Argentina, los represores fueron dueños del otro prisionero, de su cuerpo y de su subjetividad, de su vida y de su muerte. Ahora prolongan ese goce negando la verdad sobre los desaparecidos, o sobre los bebés nacidos en cautiverio. Así prolongan la tortura psicológica en los familiares de las víctimas. Es probable que las medidas del juez Garzón despejen el camino de la justicia. Es posible que, además, abran las puertas de la verdad.