Ť Rituálica, etnofusión en el disco de Gonzalo Ceja
Sabines regresó del Mictlán para dialogar acerca de la muerte
Arturo Jiménez Ť Como todos los difuntos por estos días, Jaime Sabines regresó a esta realidad aparte para platicar acerca de la muerte, invocado por el concierto-ritual-ofrenda de Gonzalo Ceja en el bosque de Naucalpan.
A medio espectáculo, el músico le pidió a ''don Jaime" un comentario y la voz del poeta resonó desde el Mictlán, el cielo y/o el infierno ųrecordando su último recital en el Palacio de Bellas Artesų y habló sobre la diferencia entre ser sepultado en la urbe o en un pueblo:
''La procesión del entierro en las calles de la ciudad es ominosamente patética", dijo Sabines a Ceja y a los cientos de presentes en el bello foro semiabierto Felipe Villanueva del parque Naucalli. Y explicó:
''La carroza avanza, se detiene, acelera de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen que respetar las señales del tránsito."
Esa ceremonia, comparó, ''no tiene la solemnidad ni la ternura del entierro en provincia". Y Sabines recordó a un hombre con un pequeño ataúd al hombro y, en él, el cadáver de una niña:
''El campesino iba solo, a media calle, apretado el sombrero con una de las manos sobre la caja blanca. Al llegar al centro de la población iban cuatro carros detrás de él, cuatro carros de desconocidos que no se habían atrevido a pasarlo."
La invocación al poeta había comenzado, cuando una muchacha, veladora en mano y caminando desde el pasillo frontal de las butacas hacia el escenario, puso su voz a la ''palabra florida" del escritor fallecido el pasado marzo:
''šQué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos! šde matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la faz de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir". Y más adelante resonaría:
''Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir."
En ese concierto de la noche del domingo, no sólo Sabines se levantó a vivir y a recetar cucharadas de luna, pues Ceja había invocado antes a cinco ''almas benditas" que guiaron sus pasos desde ultratumba con temblorosas velas y se sentaron en el escenario, fumando y tomando café y aguardiente.
Ellos representaban a los ''abuelos y hermanitos" muertos en la época prehispánica, la Colonia, el siglo pasado, la Revolución mexicana y la primera mitad de esta centuria.
Ceja les ofrendó su canto y música de guitarra, percusiones indígenas, sonajas, palos de agua y flautas de barro, además de un altar y flores de cempasúchil. Luego los muertitos históricos regresaron a sus moradas, o quizá fueron a visitar algunos de los muchos altares instalados por todo el país.
(Con ese concierto-ritual-ofrenda Gonzalo Ceja presentó Rituálica, disco de ''etnofusión" en el que utiliza instrumentos prehispánicos y aborda 13 rituales indígenas: El nacimiento, Estrellas, Amanecer, Rumbos, Fertilidad, La siembra, El temazcal, Voladores, La caza, Matrimonio, El peyote, Juego de pelota y La muerte).