Murió Alberti. Los poetas también se mueren. Eso lo sabemos nosotros pues, en sólo unos cuantos años, se nos fueron dos. Y eso, si es que los poetas tienen nacionalidad. Algunos pierden a veces hasta el pasaporte. A lo mejor sólo tienen una identidad propia que saben expresar, un arraigo especial que pueden mostrar de modo universal. Octavio Paz dijo alguna vez que los poetas no tienen biografía, que su obra es su biografía. Pero Rafael Alberti tuvo una larga biografía que cubrió prácticamente todo el siglo, desde 1902 hasta 1999.
Ya en 1924 había dejado constancia de ello en Marinero en la tierra: El mar. La mar./ El mar. ¡Sólo la mar!/ ¿Por qué me trajiste, padre,/ a la ciudad?/ ¿Por qué me desenterraste del mar?... Y no habría de parar de decir el poeta. Fue parte de eso que se llama la Generación del 27, ese grupo de célebres poetas que se reunieron alrededor de la figura de Góngora cuando se celebraba el tercer centenario de la muerte. Alberti se sabía un hombre comprometido, y puede ser que ésa fuera la única manera de ser poeta en una España que habría de pasar por la salvaje guerra que preparó el incendio de Europa. Fue activista del Frente Popular y desde 1939 salió a un largo exilio de casi 40 años. El compromiso claro de Alberti, compromiso humano y político, no se suspendió nunca hasta que murió cerca de su querido mar. Y nuestro problema es que sabemos demasiado bien que lo que combatió política y literariamente no ha muerto. Hoy nadie puede estar seguro de que el fascismo esté terminado y que los nacionalismos más anacrónicos no resurjan, como parecen apostar muchos ideólogos globales y baratos.
Alberti fue diputado al Congreso Constituyente de 1977 con la transición posfranquista. Pero prefirió luego ser el poeta en la calle. Fue comunista, y qué. Y fue poeta. Nos queda la postura de un hombre en un siglo que exigió constantemente pintar la raya y no pasarse de ella. Y quienes crean que ésta es sólo responsabilidad de poetas o que un mero cambio de fecha, pleno de publicidad, altera esta exigencia, se equivocan: el próximo siglo será también de claras definiciones para todos. Por eso una figura como la de Alberti, el viejo de cabello blanco, no puede morir. No tan pronto.
Valéry decía que un poema en la página no tiene existencia real. Está ahí como un aparato en un armario, existe sólo en dos estados: el de composición en la cabeza de quien lo rumia y en estado de dicción. Digamos pues en voz alta unos versos de Alberti, que hoy, en un país como México, no pueden sino calar hondo, y más nos vale que así sea: Los niños de Extremadura/ van descalzos./ ¿Quién les robó los zapatos?/ Les hiere el calor y el frío./ ¿Quién les rompió los vestidos?/ La lluvia/ les moja el sueño y la cama./ ¿Quién les derribó la casa?/ No saben/ los nombres de las estrellas./ ¿Quién les cerró las escuelas?/ Los niños de Extremadura/ son serios./¿Quién fue el ladrón de sus juegos?
Y las cosas no van solas. Otro español nos ha dado ahora una muestra de los valores que pueden hacer un poco mejor la vida. Ahora en el cine, Almodóvar ha sido capaz de decir en Todo sobre mi madre, sin tapujos y con un entramado conmovedor, que sólo la tolerancia y la compasión arreglan algo. En las situaciones más extremas, en el drama de la muerte y de las enfermedades epidémicas, en la dureza de la vida cotidiana, en la complicación y la complicidad de los sentimientos, en las preferencias sexuales de cada uno, en momentos que son cursis y en los que son serios, en la solemnidad y la soltura, solamente tolerar y ser compasivos, no pretender hacerlo para aliviar la conciencia o como postura social, se vuelven cimientos esenciales. Como me dijo mi querido amigo: si hubiera muchos Almodóvar, hoy en el mundo esto sería muy diferente. Qué bueno que hay estaciones en el camino.