Pasaban todos tan aprisa, hasta dolían en los ojos. ¿No podían ir más despacio? Ella entornaba lo entornable por un párpado, y agitaba las zarpas de furia de su carácter efervescente. Sentía esa sed de felicidad que dejan los fines de infancia desdichados. Y se le notaba.
Ardía en bravura al cruzar avenidas en las que todos son atrabancados y un ``aguas'' nunca está de más. Buscaba la claridad, por ahí debía andar.
Por qué no se volvían todos estatuas, como en Pompeya, aunque fuera sin las molestias de una erupción. Estatuas todos en sus actividades súbitas, entre las cuales se pudiera caminar libremente, en slalom si se desea, igual que en un jardín de columnas. Que se estuvieran quietos. No pregunten el motivo. No era día para explicaciones, qué pereza. Había que moverse. Los hombros le sobraban, desnudos al sol; quería ella entonces ir mordiendo el aire que la acariciaba, sin recuerdos, pero sabiendo.
Y siempre la sensación de estar en el lugar equivocado, segura de que existen mejores personas en estas mismas calles, la cosa es aprender a encontrarlas, pasar al lugar que sí.
Pero con tanto feo de interferencia, la belleza de los trayectos se ocultaba y ella quería escarbar, sacarla a superficie, quitarle la tierra, la publicidad panorámica, los desechos de plástico, sacudirla y mostrarla, decir sin género de duda: ``esta es la belleza''.
La perseguían donde pasaba gestos obscenos, un aire de agresiva sexualidad. Tomaba nota. Una coraza más que desarrollar, para la próxima tal vez.
Existe la emoción de encontrar la alucinante lentitud del riesgo. En ese entonces, años fieros de amanecer, la emoción se daba por garantizada. Y dudaba, experimentalmente, que fuese posible la felicidad, la cual, suponía, consiste en encontrar. ¿Qué?
Ahí está la cosa.
Se movilizaba en patines, retadora ráfaga, hasta que venció la puerilidad y los arrumbó en definitiva. Lástima, se avanzaba rápido, y pobres los choferes, no ganaban para sustos.
Siempre estuvo sola, aceptando, como si la desgracia fuera innata; por primera vez haría algo con su soledad, a fin de cuentas suya y de nadie más. En ella cultivaba sus instintos de propiedad y pertenencia.
¿Por qué no se callaban, para poderlos escuchar? ¿No comprendían que por vocingleros vivían en el silencio, así prodigaran peroratas sin fin de innecesaria vehemencia? ¿Cómo decir? Buscaba por dónde evadirse de la vulgar rudeza, de las sierras eléctricas en que sonaban, los alientos de la contaminación, las cadenas descontroladas, los engranes faltos de grasa. Y expresar que el amor, la cercanía, que vivir vale la pena, generalidades así, ilusiones, pero aristotélicamente bien.
Las interferencias: y este idiota qué se trae, para qué empuja. Frágil y dulce como era, se ponía dura, a dentelladas, no iba a dejarse, nomás faltaba, hazte para allá y deja ahí.
Ser indómita le ayudaba, dadas las circunstancias. Le prevenía los altibajos por venir. Sacó la ocarina de la chamarra esponjada, se frotó las manos, sopló una nota desgarrada todo el tiempo que le dio la gana. Algunos la miraron reprobatoriamente. De eso se trataba. Que se supieran provocados, irrumpir, desmoronarles la indiferencia. Distinguir lo que hay, lo que no hay, y lo que estorba. Interpelar a los átomos y los astros. Que paren, y por un momento presten atención.
Entonces lo imperceptible, ajeno a su voluntad, la convirtió en viento. Iba tirando los sombreros a los hombres, a las mujeres les ajetreaba faldas y mascadas, agitaba toldos y tendidos, papeles, alzaba el polvo. Nadie repeló, algunos se resguardaron en portales, era un fenómeno natural, como la lluvia, que por cierto ya no tardaba.
Sintió placer, y un dejo de melancolía absorta ante la develación de la tarde.
Dejó de quejarse, de momento. Y otra vez, que la gente se moviera le gustaba. Y Pompeya, no, no por ahora. Así estaba bien, adelante.