La Iglesia latinoamericana, como la lucha indígena, tiene 500 años. En Chiapas nació rebelde porque el fundador de la diócesis, fray Bartolomé de Las Casas, fue condenado por el rey y la Inquisición en 1570. ¿La razón? Entre muchas otras, pero la mayor: su tesis de que la soberanía del continente es de los indios, la Conquista siendo (en conceptos de los que está confeso) una depravación del Descubrimiento.
Fuera de este rincón americano y de otras felices excepciones, y pese a gestas y fiorettis emocionantes que manifiestan que Las Casas no estaba solo, la Iglesia aquí nació importada y creció como institución colonial, como una humillante sucursal periférica de la Iglesia-madre occidental. Don Samuel y muchos otros obispos promovieron actos penitenciales en 1992 para pedir perdón por esta pesada herencia.
Ha sido una pesadilla porque la Iglesia no había empezado así hace dos milenios. Había surgido como secta peligrosa para el César, crecido con la represión de sus mártires, en la sombra de las catacumbas, en la oscuridad de la clandestinidad de otras noches y tinieblas, como un pueblo vivo enriquecido por muchas muertes. Su despegue, universal aunque circunscrito a un mundo chico por los límites de la comunicación inherente a esos tiempos, fue lento, hasta oscuro, reservado a iniciados, es decir, a quienes se informaban fuera de los circuitos oficiales; en suma, en el silencio.
Pero, al entrar el siglo V --a los 500 años, pues-- su presencia es innegable en los espacios geográficos, sociales y culturales de su mundo, y de repente, habla, escribe, está escuchada, tiene la fuerza de un movimiento social e intelectual con la seguridad que brinda el sentimiento de que el futuro marcha con ella.
Los historiadores llaman a ese periodo la edad de oro de la Patrística, la de los ``Padres de la Iglesia''. Estos son, por ejemplo, en el oriente Crisóstomo tan citado por Las Casas, o Basilio intransigente en la cuestión social, en el Occidente San Agustín y su maestro Ambrosio de Milán, y muchos otros que marcaron la historia del pensamiento. No eran escritores sino pastores, ni intelectuales sino hombres de acción. Sus producciones no son sesudos libros sino documentos de circunstancia: epístolas, polémicas, homilías recogidas en latín o griego por fans, declaraciones relacionadas con acontecimientos sociales y hasta himnos de su liturgia. Estas celebridades de la antigüedad cristiana se conocían entre ellos porque, aprovechando concilios, se visitaban de Africa a Asia Menor, de Roma a Cártago, de Capadocia a Alejandría, para descubrir y saborear el auge de su Iglesia en su variedad, o retroalimentar su comunión e inspiración.
Algo de esto pasa en América Latina. Después de 500 años de vergüenza colonial o de dependencias múltiples, de repente el peso de su Iglesia popular está reconocido como fuerza social inconturnable: la Nicaragua sandinista no pudo prescindir de los dos Cardenal (el monje poeta y el sacerdote-ministro); el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, que agrupa a más de un millón de campesinos, se retroalimenta con Paolo Freire y la teología de la liberación; el obispo de Recife Helder Cámara hizo escuchar en Europa la palabra de las favelas de Río y de las estepas del nordeste; el obispo ecuatoriano de los indios Proaño prestó su voz a la palabra india y a sus luchas agrarias; desde Cuernavaca, don Sergio Méndez Arceo estaba escuchado de Chile a Cuba; el Cardenal de Santiago fue el refugio y la voz de las amordazadas víctimas de Pinochet. Su liturgia imita creativamente a San Ambrosio cantando los salmos e himnos de Solentiname, se expresa en los cantos surgidos en El Salvador en torno a Oscar Romero, otro padre latinoamericano consagrado por su martirio, o con el ritmo místicamente bullicioso de los negros y mulatas que reencantan y transforman las favelas de Brasil.
Ahora, don Samuel, con otros muchos ya, en incontables viajes pastorales vividos como peregrinaciones para reabrevar su comunión eclesial, es también uno de esos Padres de la Iglesia latinoamericana. Como ellos, no escribe pero lo escriben (sus entrevistas, homilías, declaraciones, además de cartas pastorales) y no sólo habla sino que moviliza porque, cuando se pronuncia, se sabe que su palabra tiene la autoridad de las fuerzas colectivas, ya no mudas, que han nacido en su enrededor. Su catecismo Exodo --obra colectiva de los cuadros formados en Ocosingo--, traducido al inglés, circula en universidades de Estados Unidos. Tal como la reflexión cristiana se expresó en términos platónicos en la edad de oro de la Patrística y más tarde en términos aristotélicos, sus talleres de teología india indigenizan al cristianismo con los conceptos endógenos del Popol Vuh.
La despedida del 3 de noviembre no es un simple evento de la diócesis, marca un umbral en el proceso que va caminando la Iglesia latinoamericana, acompañado con interés por fuerzas sociales que, muchas veces sin compartir la misma fe, se reconocen en su convocatoria