MAR DE HISTORIAS

Cruz de olvido

* Cristina Pacheco *

 

Los primeros lunes de cada mes asistimos a una reunión de trabajo. Desde que Montoya ascendió a jefe de la zona centro le puso un nombre estúpido: "Juntas-Destino". Pensó que el cambio le daba mayor importancia. Montoya nos invitó a su casa para celebrar el ascenso. El apartamento es como una guía de sus viajes: desde los ceniceros hasta las servilletas están marcados con los nombres de los hoteles donde se hospedó mientras fue agente de Plaguicidas Tottem.

Odio la sala de juntas. Cuando entramos me deprimo porque las sillas tubulares me recuerdan la funeraria en que velamos a mi madre. Salgo de mal humor debido a los favoritismos de Montoya: a las empleadas jóvenes les asigna las mejores rutas; en cambio, me deja las que están en casa del demonio. Lo hace para probar mi resistencia y porque sabe cómo necesito el trabajo.

Le encanta refregármelo en la cara. Al final de cada maldita junta me lleva a un rincón para decirme: "Mujer, no te pongas así. Comprendo que la plaza que te encomendé es difícil, pero date cuenta: sólo alguien con tu experiencia es capaz de cubrirla. Sin embargo, no quiero imponerte un sacrificio. Puedes rechazarla y entonces te buscaré otro acomodo o tramitaré tu prejubilación..." Mentira: sólo quiere un pretexto para correrme por indisciplina y darle mi puesto a su cuñada.

 

II

 

El lunes Montoya me asignó San Telmo con la esperanza de que enviarme a ese lugar ínfimo fuera la gota que derramara el vaso. El tiro le salió por la culata; sin saberlo, me ayudó a tomar una decisión postergada durante años: volver a mi tierra. Cuando me llamó aparte para soltarme su sermoncito lo paré en seco: "Olvídalo y permíteme darte las gracias". Montoya parpadeó y se quedó esperando mi explicación. No se la di porque no la merece. Además, en ese momento yo estaba muy confusa, dividida entre la emoción de regresar a mi pueblo natal y la sorpresa de que volviera con tanta fuerza el recuerdo de Antonio. No dormí: trataba de reconstruir sus facciones y su tono de voz, me preguntaba cómo sería aquel niño al cabo de tantos años. Acabé inventándolo sobre la base de una figura larga y unos hombros huesudos.

 

III

 

Fue un viaje muy raro. Por momentos ansiaba llegar a San Telmo, en otros sentía la tentación de bajarme del autobús. La frenaba pensando: "Si lo hago le daré gusto a Montoya". Al fin reconocí que el motivo de mi persistencia era la ilusión de rencontrarme con mi amigo de infancia.

Entonces me asaltaron nuevos temores y dudas: tal vez Antonio no se acordaba de mí, quizás aún me tenía rencor. Me sentí capaz de modificar esas dos situaciones y hasta me imaginé diciéndole: "Antonio, soy yo, Teresa. ƑTe acuerdas?: íbamos juntos a esperar el tren y nos quedábamos parados en los durmientes hasta que se transformaba en un puntito lejano".

Frente a la posibilidad de que Antonio estuviera resentido, yo podría justificar mi comportamiento infantil si desde el principio hablaba con la verdad: "Quise vengarme de ti. Me dolió mucho oírte decir que te irías en el tren sin llevarme contigo ni darme la oportunidad de volver a verte." Me sobresalté: Ƒno era aquella una declaración de amor? Ya no tuve fuerzas para negarlo, ni siquiera ante la posibilidad de que Antonio, tanto tiempo después, tuviera una familia. En tal caso me invitaría para presentarme con ella.

Traté en vano de imaginarme a sus hijos. Me conformé con pensar que acaso también ellos acostumbraran esperar la llegada del tren y repetir el grito con que Antonio me emocionaba: "Un día me iré en él". Aquella emoción se transformó en desconsuelo y más tarde en rencor la tarde en que le pregunté si nos iríamos juntos. Su respuesta fue contundente. "No". Insistí: "Cuando llegues a alguna parte, Ƒme lo dirás para que te escriba?" En vez de contestarme, Antonio se me quedó mirando, levantó los hombros y se echó a andar sin pedirme, como siempre, que lo siguiera. El recuerdo me provocó un dolor físico. Tuve miedo y recé para que algo demorara la llegada a San Telmo y me diera tiempo de ordenar mis pensamientos. Dios no escuchó mis súplicas. Llegamos al pueblo a las cuatro y media de la tarde, la hora maldita en que San Telmo quedaba desierto y sólo Antonio y yo merodeábamos por la estación ansiosos de que apareciera el tren.

 

IV

 

En cuanto llegamos escuché el silbato de la locomotora. Aquel sonido avivó mi esperanza de que nada hubiese cambiado. Para cerciorarme le pregunté a la mujer que espantaba las moscas sobre un canasto de pan: "ƑEs el que viene de San Luis?" La respuesta destruyó mi optimismo: "Sí, pero ya sólo trae carga y no se detiene aquí. Lo único bueno es que ya no hay accidentes." No escuché el resto de la explicación porque corrí a la salida.

Alcancé a ver el último furgón de un convoy muy largo. No pude impedir las lágrimas al recordar que, cuarenta años atrás, me detenía allí mismo para observar junto con Antonio a quienes bajaban del ferrocarril en San Telmo. Aunque nunca me lo dijo, su anhelo era ver llegar a su padre a la estación en que mucho tiempo atrás se habían despedido. Cuando perdió la esperanza de realizar su sueño abrigó otro: irse él también. La idea dejó de parecerme maravillosa la tarde en que me excluyó de sus planes. Nunca más volví. Cuando escuchaba el silbido del tren, me cubría la cabeza para no oírlo y evitar la tentación de ir al imposible encuentro con Antonio.

Mis padres se alegraron del cambio. Lo atribuyeron a los preparativos de mi primera comunión. La hice en noviembre. Durante el desayuno alguien me preguntó por Antonio. Aún me avergüenza mi respuesta: "No lo invité porque siempre está muy sucio". Mi madrina se disgustó: "Niña, no hables así. El pobre muchacho trabaja en un establo: Ƒqué esperabas?"

Por la tarde, cuando ya todos los invitados estaban ebrios, se escuchó el infalible silbido del tren. Mis amigos corrieron a la estación. Me uní al grupo. Ansiaba que Antonio me viera peinada de caireles y vestida de blanco.

 

V

 

Antonio no apareció esa tarde ni las siguientes. Entonces sacrifiqué mi orgullo y fui a buscarlo al establo: "Se lo llevó el patrón a trabajar en su destilería". Me sentí abandonada. Vi la oportunidad de vengarme cuando mis padres me anunciaron que pasaríamos las vacaciones en San Luis: mi abuela Benita tenía la esperanza de celebrar sus noventa años rodeada por la familia.

Fue la peor Navidad de mi vida. La tristeza inundó las habitaciones donde se arrumbaban inservibles los preparativos para la fiesta. Cuando más deseaba regresar a San Telmo mis padres me informaron que la muerte de mi abuela nos obligaba a permanecer en San Luis. Pensé en Antonio y creí alegrarme de su angustia al no verme, pero después me arrepentí.
En un instante recuperé todo lo borrado por el tiempo. En el único hotel de San Telmo vi en la recepción a Chinta, antigua compañera de escuela. Le pregunté por Antonio. "ƑNo sabes? Hace como treinta años entró de guardavías, pero como siempre andaba tomado, una tarde lo mató el tren a la altura del crucero. Allí quedó el pobre en pedacitos". Me apresuré hasta ese lugar. Al ver la cruz sentí el impulso de escribir mi nombre junto al de Antonio. Después de todo allí también estaba enterrada mi infancia.