Andrés Aubry y Angélica Inda
Don Samuel: el bueno Ƒes el muerto?
DE JERUSALÉN DICE EL EVANGELIO que "sanedrines y sumos sacerdotes levantan vistosos monumentos a sus profetas muertos pero a los vivos los apedrean". Este destino habrá sido el del obispo de San Cristóbal en vísperas de su retiro definitivo.
Los problemas que tuvo con Roma (nueva Jerusalén para lo mejor que todavía alberga y lo peor que la sigue contaminando) ya no son un secreto, aunque nadie puede decir ahora cómo se van a resolver. Las circunstancias han metido en "veremos" a todos los implicados porque Chiapas, el Estado mexicano y el Vaticano --estos dos últimos estrenando relaciones diplomáticas-- están emparejados por la transición: el primero por un conflicto que reta la historia; el segundo, por lo desconocido del 2000; y el tercero, por la edad y salud del Papa.
En esta situación, a don Samuel le toca la suerte del indio y del profeta: el bueno es el muerto. Al maya de Palenque en su periodo clásico, honor y gloria; al maya vivo, la suerte de Amador. El profeta extinto es una brillante tarjeta de presentación para la Iglesia, pero sus gestos y palabras le son una ofensa cuando vive.
Pero, como el prestigioso obispo a punto de jubilarse es institucional y disciplinado, es decir virtual y pastoralmente muerto por llegar a la edad canónica fatal, se le consentirá una salida decorosa, hasta una rehabilitación. De repente, el calumniado, el hostigado, el controvertido será saludado como destacado testigo y actor de Vaticano II y de la conferencia episcopal del CELAM en Medellín, como brillante pastoralista por su opción evangélica hacia el pobre, a lo mejor como ejemplar obispo de indios y un genial mediador víctima de sus meritorios compromisos por la paz.
Ahora pues, deja de ser un peligro porque se va. Para los auténticos (el profeta muerto ahora sí puede serlo en su propia tierra), para los sanedrines de la oficialidad gubernamental, y para los sumos sacerdotes del Vaticano, la preocupación ya no es su persona sino sus abogados, por ejemplo, el nuncio Justo Mullor o el presunto sucesor, don Raúl Vera. Los sagaces supervisores, cautelosamente escogidos ayer, podrían convertirse en las víctimas de hoy, tal vez en blancos de las futuras decisiones de alto nivel.
Don Samuel bien puede ser obsequiado con los monumentos verbales de sus despedidores oficiales, pero "el samuelismo" y sus retroalimentadores son ahora el verdadero "peligro", porque el uno y los otros tienen la fuerza de las dinámicas colectivas que son el sello de 40 años de labor: eclesial y personalmente reflexionada, comunitariamente madurada, conceptualmente indigenizada, y de profundo apego social y popular. En la diócesis de San Cristóbal, nadie es servilmente su seguidor porque, pese a la admiración y al cariño, el apego trasciende lo personal; aquí nadie es copión, pero todos tienen un compromiso de continuadores creativos de una obra que, además de construida por todos, es un raudal rico de nuevos compromisos y virtualidades.
Don Samuel no ha sido tanto un hombre de ideas progresistas y renovadoras (como por ejemplo su amigo el obispo de Cuernavaca, don Sergio Méndez Arceo, de grata memoria), cuanto hombre de acción, generador y dinamizador de energía colectivas para responder a la realidad y transformarla. Quienes han recibido su herencia, no sólo quieren que rinda, sino que además se saben observados desde fuera de su obispado para que no se eche a perder el tesoro que ha discernido y destapado. Chiapas, hace 40 años sin relevancia para el propio país, pero hoy caja de resonancia de tantos problemas y promesas, sean locales o universales, ya es --en su diócesis, en su sociedad, en su lucha-- patrimonio nacional y hasta de la humanidad por las fuerzas históricas cristalizadas aquí, que supo detectar don Samuel hace décadas y a las que se identificó con valor y brillo.
No dejó de abrir los ojos a "los signos de los tiempos" para que los indígenas, hasta hoy objetos o víctimas de la historia, sean sus actores y sujetos. Los doctos a veces ironizan porque los antropólogos sostienen que sus diocesanos mayas son alérgicos a la dimensión histórica puesto que tienen una noción cíclica, no lineal, de la historia. Olvidan que este ciclo no está dibujado por la circunferencia inexorablemente repetitiva de Pitágoras, sino por lo imprevisto de las volutas del caracol. Su espiral atora a sus detractores como en un laberinto, pero define un camino que conecta la raíz con el proyecto, las adquisiciones del pasado con los llamados del futuro. Don Samuel, hombre de tradición siempre interpelado por el mañana, se define con otro símbolo de igual significado: abreva en el manantial de su antecesor Las Casas del que ha liberado las energías para navegar el río crecido que de él dimana.
Después de su despido, lo más probable es que crecerán en el caracol nuevas roscas inéditas o, si se prefiere, que el río seguirá dando. *