Horacio Labastida
El rector y los diputados

La puesta con letras de oro del nombre de Justo Sierra en la Cámara de Diputados es un solemnísimo homenaje a uno de los más profundos significados de la cultura mexicana. Durante las Fiestas del Centenario (1910), el entonces ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes decidió incluir entre las conmemoraciones, el acto de fundación de la universidad, reuniendo la preparatoria que edificaran Benito Juárez y Gabino Barreda, hacia 1863, y las escuelas profesionales de entonces, bajo la égida de una administración docente, aunque el capítulo trascendental de tan importante acontecimiento, fue la invocación que hizo Justo Sierra para que en la nueva cátedra se escuchase el aleteo de Palas Atenea, la imponente diosa del saber en el clásico y admirado Partenón ateniense, desde cuya colina aún brotan luces que trazan caminos por donde se llega a la grandeza humana: Sócrates los mostró al conceptuar la virtud como unidad de pensamiento y acción, y Platón trataría de exhibirlos al despejar las sombras que oscurecen la inteligencia en la mitología caverna.

La invocación de Sierra se concretaría pronto en la establecida Escuela de Altos Estudios, en la que Sotero Prieto y Antonio Caso iniciaron junto con un grupo de alumnos distinguidos, las primeras reflexiones sobre ciencia en su más elevada concepción, la matemática, y la filosofía liberada del dogmatismo que en la Colonia introdujo la Real y Pontificia Universidad de México, severamente criticada por la generación ilustrada de 1833; reflexiones que al punto comprometieron al claustro universitario con la verdad y el bien, o sea con la validez objetiva del conocimiento y la validez objetiva de la conducta, cuya confluencia gesta a la sabiduría que perfecciona al hombre y a las sociedades que forma al relacionarse con los demás. Así, la Universidad de México, hoy afortunadamente autónoma, definió sus quehaceres al propiciar al margen de cualquier instancia absolutista, la conjugación de la cultura de dominio con la liberadora cultura de salvación. Esto fue precisamente lo que los mexicanos aplaudimos ayer en el momento en que se debeló con áurea sobriedad el nombre de Justo Sierra, en las paredes del recinto legislativo.

Sin embargo, el fausto de la consagración se vio maltrecho por intempestivas y vociferantes peticiones de un grupo de diputados perredistas, ansiosos de exigir la renuncia del rector Francisco Barnés de Castro, presente en la ceremonia por invitación de la propia Cámara. El hecho fue imprudente, insensato y grosero por la falta de respeto que se cometió al representante de la UNAM, invitado, repetimos, indispensable por hallarse investido de las calidades que le otorgó la Junta de Gobierno de la universidad, de acuerdo con las facultades que le concede la Ley Orgánica; y la descortesía fue mayúscula no sólo por tratar de imponer sin recato alguno una decisión faccional y arbitraria por no ser producto de un diálogo entre los personajes involucrados, sino por la forma intempestiva y agresiva con que se intentó entregar el texto inoportuno al rector: ``mándenlo a mi oficina'', fue la respuesta de éste en una atmósfera de desconcierto; y al instante estalló un conjunto de imprecaciones, incoherencias y exclamaciones desbordadas e indignas de los personeros del pueblo mexicano. No se pretende negar el derecho que tiene cualquier ciudadano, diputado o senador, de expresar su opinión sobre lo que ahora pasa en nuestra máxima casa de estudios, pero sí deseamos acentuar que es torpe ejercer tal derecho de manera brusca y vulgar. La reverencia que rindió a Justo Sierra exigía una atmósfera de honor y gala incompatible con el comportamiento cernicalo de los que protagonizaron ante el rector Barnés de Castro una escena transgresora del protocolo cameral.

Con sobrada razón Francisco José Paoli Bolio, presidente de la mesa directiva, ofreció una debida disculpa pública por lo ocurrido en la Cámara minutos después de que fue develado el nombre del maestro Justo Sierra. Quizá valga recordar ahora la norma que para el tiempo político propuso el eminente polígrafo y diputado Carlos María Bustamante: hay momentos de callar y otros de hablar. Subrayamos: el comedimiento y respeto a los demás es opuesto a la injuria.