En vísperas de la elección más importante de la historia, los mexicanos preguntamos: ¿es posible consolidar la transición sin la derrota del PRI? Y la respuesta universal es categórica: ¡no! Porque ``transición'' significa pasar de un modo de ser a otro distinto y con el PRI seguiríamos en lo mismo. Porfirio Muñoz Ledo repasa la lección: ``el elemento crucial y definitivo de una transición es que el grupo en el poder salga del mismo''. Y continúa: ``la transición española es inimaginable sin la muerte de Franco y la chilena sin la salida de Pinochet'', ¡bendita justicia británica! (Y, seguramente, el presidente Julio María Sanguinetti añadiría a la lista de transiciones inimaginables la uruguaya, sin la Concertación Nacional Programática que abrió el camino del diálogo para eventualmente derrotar en las urnas a la dictadura militar.) Por eso, la candorosa teoría de una transición mexicana bajo los auspicios de un PRI democrático, transparente, moderno y competitivo no la compra nadie. Funcionaría, si acaso, una vez que reconquistaran el poder, confirmando así la alternancia y el arribo de la plena democracia. Ahora no. Sin embargo, es necesario precisar los conceptos. La derrota del PRI en los comicios del 2000 no sería suficiente, porque el problema somos todos. Es cierto que la democracia significa alternancia, pero también partidos institucionales, cultura política y, sobre todo, respeto sacramental al estado de derecho. Conque, si no estamos dispuestos a enmendar la plana, ni nos tomemos la molestia; sentémonos resignadamente, como los personajes de On the beach, a esperar los efectos del holocuasto nuclear.
Lo increíble es que todos entendemos y queremos el cambio. Pero todos (partidos, dirigentes, electores, candidatos) marchamos en tropel en dirección opuesta, buscando el jugoso botín de la presidencia imperial y no el aterrizaje de una transición democrática que se ha pasado peligrosamente de término. Así lo demuestra el rechazo a la Alianza Opositora. En realidad, la paciencia con la que se ha tolerado la interminable hegemonía priísta justifica que algunos politólogos extranjeros (Jorge Domínguez y James McCann en Democratizing Mexico) pongan en tela de juicio la vocación democrática de los mexicanos, sobre todo frente a la evidencia de encuestas profesionales que muestran las claras tendencias populares por los presidentes autoritarios y por el orden público (más que por la representatividad política de los gobernantes o por la salvaguarda del estado de derecho). Pero el inusitado fenómeno político mexicano no solamente cuestiona nuestra vocación democrática, plantea, además, una pregunta obligada sobre los orígenes de la impunidad: ¿dónde se gesta el derecho a gobernar sin rendición de cuentas: en las entrañas de un sistema político que no toma en cuenta a sus gobernados, o en la apatía de esos gobernados que por años han dejado hacer y dejado pasar sin mostrar el más mínimo interés por la cosa pública?
El lamentable fracaso de la Alianza Opositora nos dejó masticando el sabor amargo de nuestra desalentadora realidad: un país sin cultura política, dividido en tres partidos fundamentales que se niegan a negociar o transigir en beneficio del bien común, y una transición eterna que cuelga, como espada de Damocles, sobre los mexicanos. No se dio en el 94, a pesar de los excesos salinistas y los asesinatos políticos, ni se dará probablemente en el 2000 por la inercia, el miedo al cambio, la complicidad de ciertos sectores empresariales, el voto corporativo y de la burocracia, el elusivo blindaje económico y la división opositora. ¿Ocurrirá, sin embargo, en el 2006, cuando se haya hecho realidad el holocausto financiero vaticinado por Luis Rubio en La herencia del Fobaproa (Reforma 10/10/99)?: una deuda pública de 250 mil millones de dólares, equivalente al 60 por ciento del PIB (o de 350 mil millones de dólares, si se añaden los pasivos del IMSS, ISSSTE e ISTEFAM). Rubio concluye afirmando que ``el próximo gobierno... va a tener... que reconocer la deuda que se ha venido ocultando hasta la fecha, lo cual implicará una reducción brutal del gasto público (quizá hasta en un 30 por ciento), aumentos de impuestos por un momento semejante o un déficit fiscal del 4 ó 5 por ciento del PIB''. Y todo esto en el contexto de un Congreso atomizado y sin garantía de gobernabilidad...