Mientras los candidatos de la vieja clase política se esfuerzan por resaltar la imagen en tecnicolor de nuestra democracia, un poderoso banquero, el señor James Wolfensohn, advirtió que no habrá desarrollo posible sin gobiernos limpios y transparentes. Las palabras del presidente del Banco Mundial contrastan, en primer término, con el triunfalismo económico oficialista, pero también con la pobreza discursiva de los aspirantes a la silla presidencial.
Resulta, oh paradoja, que la cabeza visible del Banco Mundial considera que el desarrollo económico mexicano está trabado por la ausencia de ``un sistema jurídico exhaustivo que funcione y que sea sencillo'', pero también por la corrupción cuya persistencia agobia a la nación. Puede ser que no diga nada nuevo, sin embargo, es notable que Wolfensohn subraye, justamente, esos aspectos ante un auditorio integrado por especialistas y banqueros de todo el mundo reunidos aquí para conmemorar el 65 aniversario de Nacional Financiera. Dijo textualmente: ``Si ustedes no confrontan esos aspectos estructurales pensando que pueden avanzar con programas educativos o estatales, o bancos de desarrollo, o cualquier otra institución estatal, pues es engañarse''.
Este engaño, por cierto, ha costado ya demasiado caro al país que aún debe pagar la enorme deuda del Fobaproa. La carencia de un riguroso sistema de controles sobre la banca, así como la persistencia de sistemas de información privilegiada de uso discrecional han sido fuente de severas desviaciones que desangran la economía nacional. Ahora Wolfensohn estima que estos aspectos son ``estructurales'' y no meras contingencias que el mercado resuelva espontáneamente, de modo que se convierten en temas capitales para el desarrollo.
Un gobierno limpio y transparente, un sistema jurídico que cumpla, bancos bajo la lupa verificadora son requisitos indispensables para pensar en serio en los grandes temas del crecimiento económico y el desarrollo. O, en sentido negativo, la corrupción es hoy un freno tan potente para la economía como la ausencia de un sistema jurídico creíble lo es para la consolidación de la democracia.
Es evidente que esta interacción entre política y economía es el tema de la sucesión del año 2000. Los datos que aporta el Banco Mundial al respecto son más que ilustrativos: en América Latina 170 millones de personas son pobres. De ellas, más de 70 millones se encuentran en una situación de extrema pobreza sin que se avisten mecanismos para evitar que la brecha siga creciendo. Demás está decir que un porcentaje alto de esos muy pobres son mexicanos. Como si los datos crudos de la economía en perspectiva no fueran categóricos, Wolfensohn --en franca renuncia al neoliberalismo económico-- admitió que una encuesta realizada entre 64 mil pobres permitió saber que éstos ``no confían en el gobierno'', no creen que tengan voz y consideran a las fuerzas policiales como enemigos brutales. Esto significa que una enorme franja de la población vive no solamente al margen de los imposibles frutos del desarrollo, sino también fuera del mundo institucional en el que definitivamente no se reconocen.
En verdad éste es el tema aterrador de nuestro futuro. Mientras una parte de la población admite las reglas del juego democrático, otra, excluida, marginada y en el borde de la sobrevivencia ve pasar gobiernos y promesas sin que el cambio toque a sus puertas. El dualismo que opone un país moderno al resto está montado sobre bases endebles e inflamables que pueden salir de control en cualquier momento. Reconocerlo, al menos, sería el acto mínimo de honestidad que puede pedírsele a los políticos. Resulta curioso que el presidente del Banco Mundial vea en esos temas un problema crucial mientras el gobierno se apresta al blindaje de la economía como apuesta trascendente. ¿Es ésa la herencia que nos deja para el siglo XXI? ¿No es hora de discutir en serio qué país queremos construir?