Margo Glantz
Los bosques de Viena

Hace mes y medio que vivo tosiendo, una bronquitis que, me dicen, no es crónica, pero que ha llegado para instalarse, ¿será la contaminación? Pienso que me hace falta un cambio de aire, cualquiera debe ser mejor que el de la ciudad de México, pero antes de iniciar mi viaje he ido con todo tipo de doctores, alópatas, naturistas, homeópatas, acupunturistas, y he tomado distintos tipos de antibióticos, inyecciones de vitamina B 12 para levantarme el ánimo y las defensas, tés de diferentes hierbas, cortezas y hojas; broncolín en pastillas y en jarabe; me han puesto agujas que me traspasan el cuerpo, en las partes más estratégicas de mi anatomía, las piernas, las muñecas, los oídos (ésas sí duelen), las sienes, los dedos, y día a día me voy encontrando más agujas extraviadas. Después me hice masajes maravillosos que me dejaron como nueva por 15 minutos y en mi maleta puse varios frasquitos de medicina homeopática, por si las moscas.

A pesar de que sigo enferma, tomo el avión con su aire viciado por donde circulan las miasmas de los viajeros y las mías, lo cual no parece ser una muy buena posibilidad curativa; se trata de un avión de Air France, cuyos asientos de tercera clase son un poco más anchos y cómodos que los de otras líneas, sobre todo las estadunidenses. La comida es bastante buena, los vinos mejor, la mantequilla es Gloria (salada), hay bolillos y puedo acumular kilómetros para pagarme después un viaje al Medio Oriente o a la India. Voy sentada en el pasillo y afortunadamente el asiento junto al mío está vacío, mi vecina y yo podremos estirarnos; ella es una muchacha delgada con facciones de virgen, aunque sea modelo y más o menos cursi, quizá sólo sea una niña muy bien educada en colegio de monjas que modula las sílabas como si las masticara finamente, camina como sílfide y lleva un suéter blanco con cuello de tortuga y cada vez que habla deforma la voz y hace gestos excesivos de cortesanía, ¿pura envidia?

Llego a Viena. He venido tres veces, la primera cuando estaba aún ocupada por tropas extranjeras, bombardeada, los edificios cubiertos de una materia viscosa y oscura, las calles sombrías. Regresé 30 años más tarde y la ciudad ya era luminosa y elegante. Hoy lo es más, la mayor parte de los edificios relucen, sus piedras parecen nuevas, la gente viste muy bien, los clásicos cafés decimonónicos tienen sillones de terciopelo retapizados o sillas vienesas, lámparas nouveau o decó, pasteles maravillosos y engordantes, chocolate con crema espesa y gente muy amable. Los meseros tienen tipo y actúan como psicoanalistas.

He llegado a Viena gracias a la iniciativa de Claudia Leitner, la inteligente profesora adjunta de literatura latinoamericana, que bajo los auspicios del Instituto de Romanística de la Universidad de Viena y la cátedra de la profesora Hassauer, me ha invitado a dar conferencias sobre Sor Juana, Elena Garro y mi propia obra. Los estudiantes son amables, liberales, inteligentes, trabajan en un seminario donde se analiza un problema secular, el de la Querella de las Mujeres. Tenemos ahora una flamante nueva embajadora, Olga Pellicer. En el Instituto de México, dirigido por Rafael Donnadío, un pianista mexicano que lleva aquí 12 años, conozco a algunos estudiantes mexicanos, algunos estudian química o sociología, la mayoría música. Hay varias mexicanas casadas con austriacos, dedicadas totalmente al hogar: sus hijos hablan mal español.

Todo parece transcurrir aquí sin tropiezos y sin problemas, los tranvías circulan pintados de rojo y blanco como la bandera de la patria, la ópera está repleta, con turistas japoneses, estadunidenses, algunos italianos y alemanes y quizá también las mujeres elegantes de los capos de la mafia rusa que viven en los barrios más elegantes de la ciudad. Veo El barbero de Sevilla, de Rossini, con cantantes maravillosos, muy bien actuada, muy divertida, muy aplaudida. Paseo por el parque, recorro el Ring y el Graben o primer distrito y veo la vieja catedral de San Esteban, el recuerdo más nítido que guardaba de mi primera visita a la ciudad, con su techo cubierto de mosaicos y sus piedras sucias; luego la Iglesia Votiva tan ligada a Maximiliano de Austria, le blond Empereur qu'on fusilla la'bˆs, según los versos de Apollinaire; nuestro penacho de Moctezuma, la calle Sigmund Freud, los billetes de 50 chelines que llevan su efigie y una exposición muy bella sobre él en la Biblioteca Nacional, al lado otra sobre Felice Bauer, la novia de Kafka, la del Otro proceso de Kafka, de Canetti; cerca de allí, en la calle Dorotheum, el museo judío con una exposición sobre Karl Kraus. En la ópera La juive de Halévy y para equilibrar la próxima semana Los nibelungos, de Wagner; en el teatro, La hija del aire, de Calderón; Las Bacantes de Eurípides y una obra de Schnitzler. En el Museo de arte los Breughel y los Velázquez, en el Belvedere, Klimt y Schiele. El mes próximo estará aquí el pianista Alfred Brendel, ¡qué curioso es leer el anuncio y recordar al mismo tiempo la animadversión que le profesaba Thomas Bernhard en su novela sobre Glenn Gould!

La armonía es perfecta, aquí no pasa nada: en una calle de repente, junto a una clínica donde se practican abortos (permitidos por la ley), una oficina de Pro Vida austriaca, fetos en diversos estados de su desarrollo acusan a quienes osan interrumpir el embarazo.

Nada es peligroso, ni mi resfrío que quizá muy pronto se convierta en neumonía.