La Jornada martes 26 de octubre de 1999

Ugo Pipitone
La alianza argentina

HAY POR LO MENOS TRES RAZONES DE SATISFACCION. La primera: Argentina cumple cuatro elecciones presidenciales seguidas sin la intervención de trogloditas uniformados convertidos en pedagogos asesinos. La segunda: termina la década menemista, que corría el riesgo de ahogar los pocos aciertos de este presidente en la marea impredecible de un ego sin frenos. La tercera: contra la corriente latinoamericana de una izquierda que prefiere a menudo perder sola que ganar acompañada, acaba de ganar aquí una alianza de centroizquierda.

No hablemos de victoria histórica y fruslerías discursivas del mismo tipo. Limitémonos a señalar que la creciente polarización del ingreso, el desempleo en aumento exponencial y el incremento de la pobreza constituían en Argentina indicadores obvios de la necesidad de cambiar gobierno y política económica. Una necesidad que venía no solamente de un elemental sentido de justicia sino también de la necesidad de evitar tensiones sociales que pudieran inaugurar un nuevo ciclo de inestabilidad. Por una vez, el sentido común y las preferencias electorales coincidieron. Que viva, entonces, la democracia que, de vez en cuando, en medio de trivialidades televisivas, políticos mediocres, ferias de vanidades y mercadotecnia, se muestra como un premio inesperado. La mitad de los electores argentinos apostaron a una alianza de centroizquierda. Apostaron a un cambio sin "iluminados que tejen en la sombra", como decía ayer, en entrevista para La Jornada, Graciela Fernández Meijide, la candidata de la alianza a gobernadora de la provincia de Buenos Aires.

Argentina se enfrenta ahora a una posibilidad que no tuvo por décadas. Un gobierno de centroizquierda al que la Unión Cívica Radical llevará su sentido del Estado mientras el Frente País Solidario aportará su voluntad de cambios en beneficio de las mayorías, mientras ambas fuerzas políticas deberán buscar amplias fórmulas de consenso para acometer las dos tareas al mismo tiempo. Una izquierda capaz de evitar que el centro se repliegue en una prudente inacción y un centro capaz de evitar que la izquierda se lance hacia maximalismos inviables: esta es la oportunidad que la presidencia de Fernando de la Rúa abre. Y, como siempre, nada garantiza, desde ahora, que esta extraordinaria oportunidad no será desperdiciada.

Los obstáculos serán muchos. En primer lugar está la recesión económica (para el año en curso el PIB podría caer en más de 3 por ciento) y una paridad cambiaria que frena la inflación al costo de reducciones de la liquidez y el gasto público hasta niveles de semiparálisis económica. La paridad cambiaria cumplió su tarea, pero mantenerla ahora, con un Brasil que corrige la suya trabando las exportaciones argentinas hacia ese gran mercado, amenaza convertirse en un acto de fe suicida. Sin considerar salarios estancados desde hace una década, bajas tasas de ahorro interno y una deuda externa que está tocando sus niveles más elevados en mucho tiempo.

Redignificar al Estado después de diez años de un menemismo con recurrentes manías de protagonismo institucional y en medio de sucesivas oleadas de corrupción pública, constituye el otro gran reto del próximo gobierno de centroizquierda. Poner la administración pública fuera de la batalla política cotidiana y convertirla en una estructura socialmente creíble y profesionalizada no será tarea sencilla pero es indispensable para dar certidumbre a los actores sociales y económicos del país. Y finalmente está el tema del combate a una pobreza que en la actualidad afecta a más de una tercera parte de la población.

Recesión económica, reactivación del Mercosur, paridad cambiaria, desempleo y rehabilitación del Estado son los retos principales de De la Rúa y Chacho Alvarez. Pero el reto mayor consiste en poner cimientos firmes de una democracia aún joven que podría ser amenazada por los ocultos reflejos autoritarios de una casta militar impune y por un peronismo mesiánico convertido en un juego de espejos entre dirigentes justicialistas de egos descontrolados y simpatizantes que viven de mitos pretéritos y de la espera de milagros. El próximo gobierno deberá desplegar una mezcla de sabiduría y coraje para sortear problemas en que corto, mediano y largo plazo de una compleja historia nacional se entretejen en una densa maraña de dificultades. Si la oportunidad se desperdiciara, para las elecciones presidenciales del 2003, Menem podría volver al escenario y protagonizar un acto más de esa tragicomedia peronista de los fantasmas resucitados. *