Luis Hernández Navarro
Ni reír ni llorar: comprender
DESDE SU INICIO hace casi seis meses, la huelga en la UNAM tuvo un comportamiento atípico, poco usual en movimientos similares. Su radicalismo y sus formas de organización y lucha sorprendieron a muchos observadores. La desconfianza hacia los dirigentes, la rotación de los voceros, el recelo hacia la prensa, la exigencia de un diálogo público y el nombramiento de comisiones amplias fueron algunas de las características más destacadas del movimiento.
La huelga en la UNAM es síntoma de un comportamiento político distinto al que, hasta ahora, habían tenido los movimientos sociales. Es una expresión de la crisis de la cultura política dominante, así como de la incapacidad de las instituciones y del sistema de partidos vigente para representar y encauzar los conflictos protagonizados por nuevos actores.
No es una novedad el que en los movimientos sociales contestatarios participen tanto grupos radicales como agentes gubernamentales infiltrados. En ocasiones unos y otros son lo mismo, pero, con mucho mayor frecuencia, no lo son. Sí lo es, en cambio, que esas tendencias ganen la conducción de las luchas, y sus propuestas de acción sean seguidas, o cuando menos avaladas, por la mayoría de los participantes. ƑCómo explicarnos este fenómeno?
En el caso de la UNAM, la radicalización de la huelga camina del brazo de la negativa de las autoridades de esa casa de estudios a reconocer al CGH como el interlocutor válido para resolver el conflicto, de la visión deformada y grotesca de los estudiantes y su movimiento que han hecho muchos medios de comunicación, del rechazo a negociar a partir del pliego petitorio elaborado por los huelguistas y de la pretensión de resolver el conflicto por la vía del desgaste y el uso de la fuerza pública. También han actuado a favor de la polarización de posiciones el fantasma del fracaso del congreso universitario de 1990, los intentos de una parte de la dirección del PRD en el Distrito Federal de negociar el conflicto al margen de su representación legítima, el uso de la policía y los granaderos en contra de huelguistas en un par de ocasiones y el secuestro de dirigentes estudiantiles.
La composición social del movimiento favorece su extremismo. Muchos de los jóvenes que hoy asisten en la UNAM provienen de familias con ingresos que difícilmente superan los tres salarios mínimos. Sus expectativas de movilidad social por medio de la educación se han reducido. Son la representación viviente de los efectos de las políticas de ajuste y estabilización. Su acceso a libros es limitado y su lectura de prensa escrita es más bien escasa. A diferencia de otras generaciones, no tienen como referencia de autoridad moral a los intelectuales comprometidos con las causas sociales.
El desprecio y la desconfianza hacia la política y los políticos están extendidos en el movimiento estudiantil, como lo están en muchos rincones de la sociedad. No es algo nuevo en el país, en donde usualmente se le ha asociado con politiquería y deshonestidad. Sin embargo, este malestar responde a causas distintas, y es compartido por estudiantes y otros sectores sociales.
A pesar de las posibilidades de alternancia, del incremento en la competencia electoral y de la enorme cantidad de recursos económicos y publicitarios que se invierten en las campañas, la mayoría de las últimas elecciones locales han presentado altos niveles de abstención. En los comicios del estado de México ųque tuvieron un impacto nacionalų, de Guerrero, de Oaxaca y de Chiapas votó apenas la mitad de los empadronados. Habrá, por supuesto, quien vea en ello una evidencia de que somos un país moderno. En las actuales condiciones son muestra de recelo.
En parte, ello es resultado de la imagen negativa que se tiene de la clase política en la opinión pública. Los noticiarios radiofónicos se han regodeado con el ausentismo y el espíritu rijoso de los representantes populares en las dos cámaras del Congreso. Las denuncias sobre los vínculos de la clase política con el narcotráfico, los negocios sucios y la violencia son hechos frecuentes. Los partidos de oposición, que deberían haber renovado moralmente la política, no han podido escapar a muchos de estos señalamientos. Asuntos como el de la leche Betty, el fraude en sus elecciones internas o las acusaciones de Muñoz Ledo contra Cuauhtémoc Cárdenas ensuciaron la trayectoria del PRD, a despecho del trabajo honesto de muchos de sus militantes. Cuestiones como el Fobaproa, las continuas alianzas con el PRI o la asociación de Fernández de Cevallos con Punta Diamante han deteriorado la reputación del PAN.
La huelga universitaria es una fuerte llamada de atención sobre el profundo malestar que existe hacia los mecanismos tradicionales de hacer política. Antes que reír o que llorar es necesario comprender sus acciones. De no hacerlo, más temprano que tarde veremos cómo su comportamiento se extiende a otros sectores sociales. *