MAR DE HISTORIAS

Aquí nos matan también

n Cristina Pacheco n

Margarita va y viene por el cuarto como si una fuerza extraña le negara el reposo. Sólo se detiene por segundos, cuando la atrapa algún desorden doméstico que en otras circunstancias le pasaría inadvertido: un calcetín junto a la pata de la cama, una toalla húmeda que produce mal olor.

La mujer acompaña su actividad con un murmullo, también incontenible, que no deja hablar a su hijo Alfredo. Desde que terminaron de comer el muchacho ha esperado la oportunidad de comunicarle su proyecto. Son las seis de la tarde y aún no lo consigue porque Margarita, en cuanto adivina su intención, le sale al paso con algún comentario. "No debemos quejarnos: la lluvia nos acabó las cosechas, pero no llegó hasta aquí la inundación que a Zoila le mató a sus cuatro hijos."

Impresionado por la noticia, Alfredo murmura: "Pobre Zoila". Margarita siente alivio de alejarlo de los pensamientos que lo mantienen cabizbajo y al acecho. "Zoila esperanzada de que nomás anduvieran perdidos, pero hace rato vinieron a decirle que habían encontrado los cadáveres en El Potrero. Esa sí es desgracia. No le alcanzarán lágrimas para llorar a sus hijos."

Margarita se persigna y continúa: "Si para la noche no ha vuelto tu padre, tendrás que acompañarme a darle el pésame a Zoila". Alza la toalla húmeda y va a extenderla en el pretil de la ventana. Esto le permite mantenerse de espaldas a su hijo. Su instinto le dice que no debe mirarlo ni exponerse a que él adivine sus temores. Alfredo aprovecha el silencio para decirle: "Ya lo pensé bien: mañana me voy con Serapio y con Joaquín".

Para fingir que no ha escuchado, Margarita se asoma al camino fangoso y solitario. No escucha pasos sino los latidos acelerados de su corazón. "Mamá: le estoy hablando. ƑQué mira para allá?" Margarita decide mentir y se vuelve hacia su hijo: "Me pareció que venía tu padre. No estaré tranquila mientras no regrese. ƑQué me estabas diciendo?" Alfredo aprieta los puños antes de contestar: "Que mañana me voy".

 

II

 

La madre y el hijo ocupan los extremos de una mesa donde hay un quinqué y varias tazas de peltre. Margarita lo contempla: "Cuando yo era chica así nos alumbrábamos. Nunca me imaginé que al cabo de los años volvería a ser igual". Alfredo no parece haberla oído y sigue desbastando un trozo de madera con su cuchillo de monte.

"Vamos para atrás", agrega Margarita atraída por el revoloteo de una polilla. Alfredo levanta el brazo para ahuyentarla, pero su madre se lo impide: "Déjala: es de las que anuncian carta". Apenas termina la frase se arrepiente de haberla pronunciado y finge reír: "Estoy loca. Gracias a Dios nadie de la familia anda lejos". Alfredo deja en la mesa el cuchillo y el trozo de madera. "Mamá: Ƒno oyó lo que le dije? Me voy al norte con Serapio y Joaquín".

Las palabras de su hijo le recuerdan a Margarita las mariposas que cazaba de niña para meterlas, aún revoloteantes, entre las hojas de su cartilla de lectura. Ahora ella también se siente aplastada, asfixiada y sin escapatoria. Hace un último intento por cambiar la situación:

"ƑQuieres irte mañana aunque tu padre no haya vuelto? Deberías esperarte a que regrese. Si vuelve y no te encuentra, Ƒqué le digo?" Alfredo golpea la mesa: "Que me fui, y ya". Margarita se vuelve severa: "ƑSin su bendición?" Alfredo echa medio cuerpo sobre la mesa: "Con que usté me la dé vale por dos... Digo, si es que me bendice de buena gana".

En medio de la penumbra, Alfredo adivina los esfuerzos de su madre para no llorar. Se levanta a consolarla, se arrodilla y le toma las manos: "ƑLe parece mal? Dígamelo". Margarita adopta una actitud indiferente: "ƑPara qué? Ya tomaste tu decisión".

Alfredo se incorpora y vuelve a sentarse frente a su madre, en la misma actitud con que, de niño, la escuchaba explicarle el catecismo. "Usté sabe cuánto me importa saber lo que piensa. Siempre le he pedido su opinión." La angustia vuelve implacable a Margarita: "ƑSiempre? ƑY entonces por qué hasta hoy me entero de tus enjuagues para irte?" Alfredo adopta un acento paternal: "Compréndame. No me atreví a decírselo antes porque me imaginé que la haría sufrir... y no sabe cuánto me duele no poder evitarlo."

Margarita se apoya en el respaldo de su silla: "Y a mí, no poder impedir que te vayas. Si quieres, hazlo. ƑQué me gano con tenerte aquí si vas a estar a disgusto? Ya estás grande y comprendes las cosas. Tú sabrás si nos dejas ahorita, con la situación tan difícil como está".

Para ocultar su desconsuelo, se pone de pie y se encamina hacia la ventana. Mira el cielo oscurísimo y a lo lejos, en la casa de Zoila, ve un mechero encendido: "Bien dicen que Dios castiga sin palo y sin cuarta. Cada vez que encontraban a un muchacho ahogado o muerto me alegraba a mi pesar de que no fueras tú. Poco me duró el contento. Ve lo que me pasó..."

Alfredo corre hacia su madre: "No diga eso. ƑQué no ve que me está echando la sal? No estoy muerto, sólo me voy; pero ya sabe; me los llevo a ustedes en el corazón. Volveré, le juro que volveré".

Conmovida por las palabras de su hijo, Margarita lo abraza: "Tengo miedo: los que se van al norte jamás vuelven. Eso es peor que si se murieran porque uno nunca sabe". El la estrecha con más fuerza: "Madre, si de veras me quiere, no me diga eso".

 

III

 

Amanece. Margarita se remueve en la silla donde se quedó dormida. Abre los ojos y ve a su hijo de pie junto a la cama: "ƑNo te has acostado?" Alfredo sigue dándole la espalda: "Tenía que arreglar mis cosas. Usté duérmase otro ratito. Yo la despierto cuando me vaya".

El muchacho adivina el efecto que sus palabras causan en su madre. Decide ignorarlo y sigue doblando su ropa hasta que escucha de nuevo la voz de Margarita: "ƑEstás decidido a irte?" Alfredo responde con un movimiento de cabeza. Margarita se levanta, se ordena las ropas y enciende el quinqué.

La luz baña el cuchillo de monte y el trozo de madera desbastada. Para resistir la ausencia de su hijo tendrá que aferrarse a esos objetos. "ƑQué ibas a hacer?" "Un barco", responde Alfredo.

"Siempre pensando en irte", murmura Margarita. Alfredo va a contestarle pero ella lo obliga a guardar silencio: "Deja que te ayude con tu ropa. Mientras, toma el garrafón y tráeme agua para que te haga Nescafé. No quiero que te vayas con el estómago vacío". Alfredo se dispone a obedecer cuando vuelve a oír a su madre: "No quiero ni pensar en la cara de tu papá cuando vea que no estás. ƑQué te cuesta esperarlo?"

"Mucho: perderé tiempo y es lo único que tengo. No hay nada más. Las cosechas se arruinaron, todo el campo está inundado". Margarita finge optimismo: "Las aguas bajarán en seis o siete meses..."

Alfredo arroja el garrafón contra el suelo: "ƑY mientras qué haremos: vivir de caridad?" Margarita no se da por vencida: "Pero cuando las aguas se retiren volverán a trabajar..." El muchacho sonríe con amargura: "Y me darán, por ocho horas de fregarme en el campo, cincuenta pesos, menos los cinco del refresco... Eso es lo que pagan en los Estados Unidos por una hora de trabajo. ƑVe la diferencia?"

La madre mira a su hijo: "Allá a los mexicanos los persiguen, los insultan..." Alfredo pretende hacer una broma: "Como no entiendo inglés, por mí que me la mienten". Margarita se acerca y lo toma por los hombros: "No es cosa de juego: a muchos los han matado a palos". Alfredo responde: "Aquí es igual: también nos matan, sólo que de hambre".