Néstor de Buen
Recuerdos
Debe haber sido algún domingo, supongo que en el invierno de 1940, instalados ya en el departamento de Dinamarca 77, cuando todos de alguna manera buscábamos la normalidad. Tres años de guerra en España; la guerra mundial que nos sorprendió en París; la salida de urgencia en un tren abarrotado hacia Burdeos, a mediados de junio, un par de días antes de que los alemanes ocuparan la capital de Francia, y los azares del viaje que, afortunadamente, culminó en Coatzacoalcos, un 26 de julio, habían dejando una profunda huella.
Mi padre buscaba, me imagino que con angustia, resolver el problema económico. Una de las alternativas, que además respondía a su notable espíritu universitario, había sido conseguir alguna clase en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Y ese domingo, quizá con algún aniversario que justificaba la salida a comer fuera y, tal vez, ir por la tarde al Teatro Ideal a ver a las Blanch, el destino real fue conocer el lugar donde mi padre volvió a ser catedrático.
Recuerdo mi asombro ante el hecho de entrar, por primera vez en mi vida, a un recinto universitario. Los cuatro hermanos estábamos conscientes de que siguiendo los pasos del abuelo Odón de Buen, oceanógrafo insigne, la universidad era nuestro destino. El anticipo: asomarnos al patio de la Escuela de Jurisprudencia en San Ildefonso y Argentina, recorrer sus pasillos tanto del edificio principal como del anexo, fue una especie de asistencia a un templo laico.
Años después, en enero de 1943, entré de nuevo, ya por mi propio derecho. Asustado, con miedo a las novatadas, impresionado porque no encontraría allí a mis amigos, profesores y alumnos del Instituto Luis Vives, la prolongación de tantas cosas de España. Y allí se integró mi vida y nació mi amor por una profesión que había elegido porque a mi padre le parecía la adecuada. Tuvo razón.
Alumno ya del doctorado, en 1953, gracias a una generosa invitación de Mario de la Cueva, entonces director, me atreví a sustituir por un mes (en realidad fue por todo el curso y algunos que siguieron) al más prestigiado maestro de derecho civil, coautor del Código Civil de 1928, don Francisco H. Ruiz, quien había aprobado mi proyecto de tesis de licenciatura y presidido mi examen profesional, un día de junio de 1950. Entré al salón dominando el terror, después de tres días de preparar intensamente algunos temas de "bienes y sucesiones", el segundo curso de derecho civil. Me vencía el miedo más que justificado de quedarme sin tema a los diez minutos, miedo que me duró años. En ese grupo de la generación 1952 se formaron mis primeras, inolvidables amistades con los alumnos, hoy muchos de ellos profesionales muy distinguidos y entre ellos nada menos que Miguel de la Madrid, que no fue mi alumno pero sí mi amigo, años después, cuando él empezaba a dar clases y yo era ya, en cierto modo, un veterano.
Hubo altas y bajas, retiradas involuntarias y regresos a pura terquedad. La escuela era para mí mi alternativa superior, y por si fuera poco, me incorporé al Instituto de Derecho Comparado, en el que un grupo de muchachos iniciamos la tarea de hacer reseñas de revistas y libros bajo la dictadura férrea de Javier Elola, su más que eficaz secretario. Margarita de la Villa, Enrique Helguera, Julio Derbez, Antonio Aguilar, Fausto Rodríguez, Fernando Flores García y después Héctor Fix Zamudio y algunos más integramos un equipo de reseñistas mal pagados pero de enorme entusiasmo. Ganas de aprender, sobre todo.
Han pasado muchas cosas desde entonces. Y, por supuesto, huelgas de verdad y de mentira. Las últimas, no porque no tuvieran el carácter de laborales sino porque sus objetivos era políticos y no estudiantiles. Como ahora.
En 1966 abandoné la facultad de puro coraje. Me refugié en la Ibero. Muchos años después volví a través del mundo mágico de la ENEP-Acatlán. Hace unos cuantos regresé a la vieja casa, a la División de Estudios de Posgrado en mi Ciudad Universitaria, gracias a la cariñosa invitación de Pedro Zorrilla.
Todos mis hijos son universitarios. Lo serán, no lo dudo, también los suyos. Es una especie de aristocracia ganada con el esfuerzo y alimentada por el orgullo de una tradición familiar que Odón de Buen y del Cos supo iniciar y sus hijos continuar con un éxito notable. Los nietos también lo intentamos y nuestros títulos de nobleza llevan el escudo de la UNAM. Los que siguen saben cuál es la estafeta. Lo único que falta es que la UNAM sobreviva. Cabe dudarlo. *