La Jornada domingo 24 de octubre de 1999

Rolando Cordera Campos
Subsuelos

Los panoramas de desolación que las lluvias y los temblores nos arrojaron deberían servir para una reflexión nacional sobre la fragilidad física y social de México. En lugar de ello, han dado lugar a desplantes y bravatas en más de un aspirante a la Presidencia, a chistes y caricaturas, y a un vergonzoso debate sobre la ayuda externa.

Lo mismo podría decirse de lo que ocurre en la UNAM. Salvo los espectáculos un tanto patéticos de quienes reclaman a los paristas su renuencia a hacer distingos entre los buenos y los malos, o los consabidos descubrimientos del Mediterráneo sobre nuestras cavernas jurídicas, por el momento impera el silencio sobre lo que importa: qué universidad pública queremos tener y qué es lo que hay que hacer para lograrla. Sin una deliberación descarnada sobre el futuro, lo que tendremos, si acaso, es la vuelta a unos recintos cruzados por una ola depresiva terrible de miles de estudiantes y maestros.

La universidad llegó ya a un punto de no retorno en una crisis que viene de lejos y que puede tener consecuencias todavía más desastrosas que las presentes. La recuperación no será esta vez la que venga con la vuelta a las aulas o los cubículos, porque parte del corazón y el alma de la institución se quedó en el camino de la huelga absurda y la irracional conducta del Estado.

El debate y las decisiones urgentes sobre este estado de brutal necesidad material y cultural que enfrenta México hoy no puede seguir la pauta que le ofrecen las críticas de ocasión o el trazo hiriente del dibujante. Sin despreciarlos, debe intentar ir al fondo de una cuestión social desgarrada, que afloró de nuevo con los desastres naturales y culturales de la hora, pero que forma ya un subsuelo duro, a la vez que en ebullición, de la vida pública de México.

La herida no es sólo material, porque los otros tejidos fundamentales de la convivencia social, en particular la educación y la cultura, sufren ya, en estas horas y días, dolorosas rupturas. Lo ocurrido con la UNAM no es una tragedia en solitario, porque lo que ahí se ha puesto de manifiesto son fallas mayores del sistema educativo nacional, de la comunicación pública y de los mecanismos con que cuenta el Estado para decidir sobre asuntos estratégicos. La manera como se abordan los problemas de la educación pública superior parecería indicar que éstos no son para el Estado temas mayores.

Reconocer la magnitud de los desastres y hacernos cargo colectivamente de los varios fracasos por ellos implicados es un primer paso obligado. Más que una distribución apresurada de culpas, lo que habría que precisar son los daños, así como tratar de llegar a acuerdos que obligasen a la mayoría de los actores del juego político y social a una acción de urgencia. En algunas de sus vertientes, como la que tiene que ver con el abasto rural, no parece haber más tiempo que perder y los juegos de los macrocontadores deberían dejar el lugar a las decisiones políticas que puedan tomarse merced a esos compromisos.

Algunos, desde los miradores que dejaron el comunismo o la revolución armada, teológica o no, esperan que este subsuelo se vuelva volcán que arrase con la injusticia; mientras esto ocurre, velan sus armas arropados por la "buena onda" romántica que la globalización y la caída de los muros han hecho resurgir. Tienen voz y eco y hacen, como Marcos, uso y abuso de ellos. Hasta el hartazgo, valdría decir.

No es nada probable que algo así ocurra, aunque desde las cavernas emane una y otra vez la llamarada que nos recuerda que debajo de nosotros algo arde sin cesar. Lo que sí puede ocurrir, de no actuarse pronto y con visión de Estado, es que la sociedad, por la libre y sin rumbo, convierta sus cuarteaduras en amplios degajamientos y que la cohesión nacional, conseguida a tan alto costo en el siglo que se va, vuelva a ser el gran desafío destructivo del milenio que entra. *