Sergio Zermeño
El hundimiento de El Puma
Hasta hace poco se daba por descartado que dirigir una institución, un territorio, un conglomerado poblacional, conllevaba la obligación de preservarlo y de rendir cuentas por lo que ahí acontecía. Estos valores tan elementales parecen haberse trastocado: poco a poco, particularmente en los países no centrales, se va imponiendo una nueva forma de ``salida'' de los conflictos en la que los actores que acompañaron a la modernidad y al industrialismo se ven pulverizados: asistimos entonces a una especie de provocación hacia los grupos que aún muestran consistencia, lo mismo da si son los electricistas, los universitarios, los zapatistas o los barzonistas. El objetivo es desgastar los núcleos duros de identidad que pueden cuestionar el avance de la nueva distribución internacional del trabajo, la superioridad científico-técnica y la cada vez más desigual distribución de la riqueza y el poder. Para engañar la vigilancia internacional y de los derechos humanos, la nueva genialidad consiste en debilitar sin reprimir, sin resolver, desgastando a la opinión pública, agotando cualquier intento político o moral por reordenar el conflicto.
Desaparecen en esta lógica los personajes que en otros momentos eran considerados como responsables de la marcha de las entidades nacionales, de las instituciones... desaparece la figura del político y en su lugar se coloca a la del administrador que nada puede, porque un más allá mundo los vuelve pequeñas piezas sin autonomía.
Este es el papel al que Zedillo y Barnés se han ido acoplando. Excelentes timoneles para tomar las medidas más drásticas en lo que hace a encarecer, privatizar, desnacionalizar; pero cuando sus órdenes son repudiadas y se desatan los motines, desaparecen del primer plano. Barnés declaró que en el próximo puerto habría cuotas extraordinarias para todo aquel que quisiera subir y bajar de El Puma. Al crecer la inconformidad entre pasajeros y tripulantes, el rector desapareció del puente de mando argumentando que el Colegio de Oficiales (o de directores, da lo mismo), el Consejo Universitario y los pasajeros de excelencia aprobaban las nuevas tarifas. Al responder a la crítica de Rosario Robles, por ejemplo, la UNAM argumenta que las autoridades son el Consejo Universitario y el rector, como si un capitán convocara a los pasajeros más prominentes para analizar las medidas ante el inminente naufragio; su primer oficial académico arrastrando a la tropa de elite consideró que no había que reformar el rumbo del navío en un solo grado hasta no medir el impacto de los acantilados contra el casco (``no a un congreso resolutivo y democrático''). Un grupo de viejos y experimentados marinos propuso un acta de reconciliación, y el aplauso desde todos los balcones fue enmudecido por la sirena del barco dando la voz de alerta, pues viejos capitanes intentaban en ese momento la torpe maniobra de retomar las posiciones de los amotinados (Acatlán, Insurgentes) y sólo provocaron más ira. ``No pasa nada, todo lo decidirá el diálogo... a su debido tiempo'', repite exasperantemente el capitán, mientras le ordena a algunos marinos hacer ``contacto'' con quienes controlan el cuarto de máquinas y traban el timón para saber qué diablos quieren.
Pobre Puma: en los que fueron suntuosos salones, el de la ``Medicina Social'', por ejemplo, ya no van a desayunar ni las enfermeras, pues los jóvenes aprendices son reclutados directamente por lanchas rápidas de la medicina privada para captar aquí y allá, en las naves de los locos y los leprosarios en que se han convertido los hospitales públicos, a los últimos pacientes que pueden pagar su cura. En el ``Salón de las Leyes'' el chef Carbajal se enorgullecía de tener menos comensales. Mientras, se vienen abajo los murales que adornaron los recintos, debilitados por ``el gusano recortador'' y ``el cólera del grafitti'' desatado entre los marineros descalzos.
``¿Por qué la capitanía del puerto, ese nido de jacobinos y populistas, no cañonea al Puma amotinado?'', grita una vez más, socarronamente, la autoridad universitaria, como si no supiera perfectamente que la inmensa mayoría de ese navío simpatiza con la Cofradía del Sol. Pero esto ya lo grita el capitán y el resto de las familias de excelencia desde los botes salvavidas, repletos de supercomputadoras, telescopios, microscopios, tomógrafos... y orientando su marcha hacia el faro del Conacyt. Y uno se pregunta: ¿sin los otros integrantes del navío, tendrán estas elites la fuerza para mantener sus privilegios en un país maquilador? Se descuelga también un puñado de ultras, pirómanos sin convicción y, aunque son pocos, su lancha casi sucumbe, cargada con el oro de la traición y las promesas acumuladas. Los navíos del puerto no se inmutan ni aflojan amarras, no agitan sus banderas trasnacionales en la maniobra de auxilio; saben que con el naufragio de El Puma tienen asegurada la nueva clientela y que el gobierno del Protectorado es cómplice y también saldrá ganando. Muchos capítulos podrían agregarse: ``La vida después del naufragio'', ``La chusma enardecida'', ``Los botes de la ira'', ``El recibimiento''... Frente a tan inmoral desmantelamiento, no nos admire el regreso agrio de la política, de los liderazgos personalizados.