Olga Harmony
Persephone

Por primera vez se presenta Robert Wilson en nuestro país con su espectáculo Persephone, que no es lo más logrado del importante innovador de las artes escénicas. Se sabe de él que se inició como artista plástico y diseñador de elementos arquitectónicos, antes de acercarse a algunos de los coreógrafos más destacados de la época. Todo esto se refleja en su obra teatral. A pesar de que confiesa no haber estudiado teatro, lo que desconcierta a quienes lo escuchan, Wilson ha creado óperas y algunos de los más importantes momentos escénicos dentro de las vanguardias de los últimos años y utilizando sus conocimientos pictóricos y escultóricos, así como la asimilación de antiguas artes escénicas orientales -Teatro balinés, Kabuli- es una de las obras personales que más han marcado a la mitad del siglo. En definitiva, su teatro formalista, que explora tanto el tiempo como el espacio, poco le debe a los conocimientos escénicos de nuestra tradición.

Por todo ello había una gran expectativa por presenciar esta Persephone -cuya idea surgió de una instalación con actores basada en Tierra baldía de Eliot-, expectativa que muy pronto se vio defraudada. Al inicio, con el poeta en la piedra narrando en inglés, con la sobreimpresión de una voz grabada en griego antiguo, recitando el canto homérico a Deméter mientras la compañía ilustra, a veces a contrapelo, lo que narra el poeta, se piensa en un teatro ritual que nos remite de otra manera a los misterios eleusinos, origen de la tragedia, que se conjugaría con la historia de Perséfone, ligada al ciclo de la vida. Ya antes de que empezara el espectáculo, la alternancia de iluminación de azul a rojos y naranjas, nos hablaba de los ciclos muerte-vida, cosecha-campo yermo. Todavía en la segunda parte esta ritualidad, acentuada por el hermoso vestuario y los objetos, así como los espaciados movimientos de los actores, rígidos y formales hasta semejar esculturas, se sostiene.

Pero al llegar a la tercera parte, el Inframundo, la banalidad y el lugar común se apoderan de la escena. El Inframundo es la cotidianidad, parece querer decirnos, con ese esposo y esa esposa que ejecutan pequeños movimientos -junto a la ``familia'' de los dioses- al compás de Rossini y con lámparas de minero que semiluminan el escenario, recurso poco original y de un muy pesado humorismo; el gnomito de jardín suburbano, aparte de dar la puntilla al espectáculo, sirve para acentuar esta idea y ligar con la última escena. Esta es de una gran belleza formal, con grandes aciertos como el de que el poeta termine donde empieza, con la pequeña roca que ha estado iluminada todo el tiempo, a su vera. Pero lo que se quiere irónico y de algún modo agresivo, el paralelismo entre las disputas olímpicas y las de cualquier familia común, deviene el más pueril de los lugares comunes.

Resulta desilusionante este primer encuentro con el teatro de Wilson. Pero de los grandes maestros siempre se puede rescatar algo y lo más rescatable de esta escenificación, o mejor dicho, lo que puede ser una lección para cualquier director, es el uso que el artista estadunidense, quizá por su formación pictórica, hace del espacio. No sólo por la ubicación de actores y elementos escenográficos en los diferentes planos del escenario, sino por el misterio que resulta de ese pequeño espacio, arriba y a la derecha del espectador, que sólo es usado por Hades y Perséfone en actitud hierática, en algunos momentos. Desde el principio de la parte I, con un actor que recorre el fondo y se detiene justo ante este espacio, hasta la colocación de la mesa familiar en la parte última -excepto en la contaminación de elementos del Inframundo- ese espacio reservado a los inmóviles amantes nos habla de la suspensión en el tiempo y el espacio que muy bien puede ser el momento en que cesa la vida sobre la tierra. Por último, la música de Philip Glass (la de Rossini no pasa de una humorada en la parte III), el vestuario de Christophe de Menil y la iluminación de Aj Weissbard y el propio Wilson nos hacen lamentar que no todo haya estado a esa altura.

En el FIC también pude ver Hic Hoc, de la compañía de Jerome Thomas, espectáculo muy menor de malabares que se disfruta por la destreza del grupo y por la presencia de un joven cómico que nos recordó a todos al entrañable Flaco, Stan Laurel, que junto al Gordo Oliver Hardy hizo las delicias de muchas infancias.