La formación interinstitucional de la política de ingreso y gasto es uno de los mecanismos privilegiados con que cuentan las sociedades democráticas para la formación de acuerdos básicos, pero en México parecemos ignorarlo. La política presupuestal puede servir para algo más que contener el déficit público, intercambiar concesiones políticas o hacer buena letra ante la comunidad financiera internacional. Además de perseguir esos limitados objetivos, también podría ser una herramienta de impulso económico y social. En la víspera de la presentación del proyecto del que será el último ejercicio fiscal de la administración del presidente Zedilla, el gobierno y el Congreso tienen otra oportunidad --que para ellos ya no se repetirá-- de reintegrar al presupuesto de la Federación sus funciones fundamentales.
Para ello, tendrían que empezar por reconocer que el proclamado equilibrio de las finanzas públicas de México es precario. Su origen está en una serie de medidas unilaterales del Poder Ejecutivo, decididas bajo la presión de urgencias coyunturales y con el objetivo casi único de reducir el nivel del déficit público. Al carecer de una orientación estratégica, la gestión presupuestal de los años recientes se limitó a reducir de manera más o menos indiscriminada el volumen del gasto, sin emprender ninguna acción relevante y efectiva por el lado del ingreso. En tanto que el Presupuesto de Egresos de la Federación sufrió recortes sistemáticos a lo largo de la década, las autoridades económicas incurrieron en acciones de populismo fiscal (como ocurrió en la primera mitad del decenio, cuando se redujo el IVA del 10 al 15 por ciento) y en diferimientos injustificables de la reforma de la fiscalidad (como es el caso de la actual administración). Los verdaderos resultados de esta gestión no son unas ``finanzas públicas sanas'' --fórmula que hoy sólo refleja una relación contable válida para un ejercicio fiscal determinado, y no una situación estructural--, sino la precariedad y la restricción presupuestales con que se encontrarán inevitablemente los responsables de la política económica del próximo gobierno.
Hay grandes diferencias cualitativas entre el equilibrio presupuestal que puede establecerse con niveles de gasto e ingreso públicos equivalentes a una tercera parte o, incluso, más de la mitad del producto interno bruto (PIB) --como sucede en la mayoría de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)--, y los niveles que hoy prevalecen en México, por debajo del 20 por ciento del PIB. En el primer caso, la reducción del déficit público contribuye a estabilizar la economía sin que la gestión presupuestal del gobierno abandone sus funciones económicas y sociales básicas, en tanto que en el segundo éstas son sacrificadas permanentemente, en aras de objetivos contables y financieros de corto plazo.
Como la única variable de ajuste ha sido el gasto, el presupuesto federal de México quedó a merced de la tendencia a la baja de los ingresos públicos, cuya evolución está completamente determinada por el ciclo económico (como sucede con los ingresos tributarios) y por factores externos que están fuera de toda posibilidad de control o regulación de las autoridades fiscales (como los precios internacionales del petróleo, producto del que todavía proviene una parte sustancial de los ingresos públicos no tributarios). De esta manera, la política presupuestal dejó de ser una herramienta efectiva de redistribución del ingreso y de fomento de la eficiencia y el crecimiento de la economía para convertirse en una práctica contable y administrativa, cuyo contenido y orientación son totalmente procíclicos (es decir, expansivos cuando la coyuntura económica va al alza y contractivos en el caso contrario).
Esta deformación se gestó durante varios años y sus causas estructurales son ciertamente complejas, aunque la precariedad y la restricción presupuestales que hoy padece la economía no son ajenas a las prácticas político institucionales con que se diseñan, adoptan y ejecutan los programas federales de ingreso y gasto. Estas prácticas incluyen e conjunto de disposiciones, reglamentaciones y procedimientos con arreglo a los cuales se aprueba, implementa, supervisa y evalúa la política presupuestal de la Federación.
El Congreso, que tiene una serie de facultades legales al respecto, carece de un órgano especializado que analice y evalúe con objetividad y solvencia técnica las iniciativas que se presentan y las decisiones que se adoptan en materia fiscal y presupuestal. Por su naturaleza, estas medidas casi siempre tienen consecuencias intertemporales y muchas veces sus efectos se manifiestan por espacio de varios años (como ocurre, por ejemplo, al contratar deuda pública, emitir títulos como los Tesobonos, asumir el costo de una crisis bancaria o mantener prebendas impositivas a sectores corporativos con capacidad de presión política sobre las autoridades). La ausencia de un servicio de análisis fiscal no partidista que esté al servicio del Congreso es un factor que limita la acción presupuestaria de los legisladores y favorece la unilateralidad fiscal del Poder Ejecutivo. La actual legislatura despertó grandes expectativas al momento de constituirse, pero en el terreno presupuestal dejó escapar la oportunidad de convertirse en un factor de cambio positivo. Aún están frescas las imágenes de la amenaza de parálisis presupuestal a que parecían conducir, a fines de 1998, los desacuerdos políticos en torno al llamado paquete económico propuesto por el gobierno, que finalmente fue aprobado, de manera apresurada y sin cambios sustantivos. El diseño del último presupuesto del actual gobierno podría ser una buena oportunidad para amarrar entre los actores políticos algunos acuerdos básicos en materia de ingreso y gasto que allanen en parte el camino, que será inevitablemente tortuoso, de la gestión fiscal del próximo gobierno. Pero ello exigiría el despliegue de actitudes y voluntades que, en una temporada electoral como la presente, parecen improbables