Belisario Domínguez, uno de los hombres excepcionales que desde muy temprano identificaron su conducta con las exigencias de la moral, fue pronto respetado en Comitán y en Las Casas por compartir con otros bienes materiales y espirituales, y esta vocación lo seguiría a París, a los 16 años, para ingresar a la Facultad de Medicina, en la época turbulenta y angustiada de la Tercera República francesa, sancionada por la Constitución de 1875, y cuando el célebre Jean Jaurés (1859-1914), desde su curul parlamentaria mostraba a Francia el camino que tendría que seguir para transformar los ideales revolucionarios -libertad, igualdad y fraternidad- en una realidad histórica. Atrás de estas batallas por abrir las puertas a una democracia verdadera, hallábanse la generación ilustrada y los grandes reformadores, Voltaire y Rousseau entre otros, y el ejemplo admirable de quienes ante el fracaso de la innovadora Constitución de 1793, la robesperiana, y la victoria de los girondinos, exigían equidad social para las masas miserables, siguiendo a Gracchus Baveuf (1760-97) y la conspiración de los iguales. No obstante la férrea voluntad de Domínguez en su formación profesional, las agitaciones colectivas y los tremendos choques gubernamentales, le planteaban al interior de su conciencia los intrincados problemas que surgen al enhebrarse la ética y el acto humano; y dueño de estas experiencias y convicciones, diez años después de su partida a Europa, regresó al nativo pueblo chiapaneco con armas científicas que le permitían aliviar el dolor de los demás y ayudar al bienestar de su prójimo. Aunque ya en México, el affaire Dreyfus, condenado por abominable tribunal en 1894 y denunciado, tan vergonzoso asunto, por Emilio Zolá, atormentó el alma del futuro senador al descubrir que el poder político corrompido era capaz de manchar la pureza de la virtud social, o sea que la ética no es sólo deber individual, sino muy principalmente público.
Pronto Belisario Domínguez asumiría en la intimidad de su noble personalidad las responsabilidades ciudadanas, primero en la presidencia municipal de Comitán y luego, por ministerio de ley, la del jefe político que propuso un duelo al rebelde lascasiano, a fin de evitar la muerte de cientos de mexicanos comprometidos en litigio absurdo: el cambio de la capital de Chiapas de Tuxtla a San Cristóbal: la muerte de cualesquiera de los duelistas salvaría miles de vidas, porque así lo imponía en casos extremos el supremo bien general. Y plenamente convencido por tan dignas ideas, el senador Domínguez escribió los discursos que nunca llegó a pronunciar, pues lo impidieron los interesados en apuntalar a Victoriano Huerta como gobernante restauracionista de la tiranía vencida en 1911, sin examinar que por necesidad lógica tal autoridad se convertiría en criminal a partir de la Decena Trágica (9-19 de febrero, 1913). El viejo presidencialismo militar del porfiriato renació en Huerta como un presidencialismo militarista homicida, una vez que la rebelión de Pascual Orozco fue aniquilada en Bachimba (1912); y ante tan abyecta forma del poder público, Belisario Domínguez retomó y perfeccionó la doctrina expuesta por primera vez en El Vate, semanario que editó poco después de la muerte de su esposa. En El sueño o utopía belisariana, Domínguez concluye que la posibilidad de la redención social dependía de la confluencia de moral y política, de bien común y poder del Estado; y como en 1913 Huerta representaba exactamente la acción del mal común por la vía autoritaria, decidió exhibirlo públicamente como el símbolo del rechazo radical de la ética por el acto gubernamental. El heroico representante chiapaneco sacrificó su vida por redimir a la patria de la corrupción maligna que la conducía al total aniquilamiento.
Una voz que recibió el pasado jueves 7 la medalla Belisario Domínguez, Carlos Fuentes, letrado eminentísimo que en México recuerda al Saramago de El Evangelio según Jesucristo, acató el ejemplo de Belisario Domínguez, y pidió entre aplausos de congresistas y público, que la justicia demandada por el pueblo desde la insurgencia de 1813 sea tarea cierta y no falsa del poder público.