¿Tienen razón de ser los partidos políticos? ¿Esas organizaciones que nacieron con el siglo y hasta hoy encargadas de agrupar militantes, orientar a la ciudadanía, formar opinión, identificar la agenda política, formular planes de gobierno, influenciar a la prensa y seleccionar candidatos que eventualmente conquisten el poder? En el caso de México, los candidatos desbordados han hecho que esas funciones se antojen innecesarias. Toda esa alharaca de afiliados, credenciales, letreros y convenciones parece anacrónica en la era de Internet; más propia de principios de siglo, cuando surgieron las aplanadoras fascistas y comunistas y el abuelo del ``revolucionario institucional''. ¿Y los demócratas y republicanos? Es necesario entender que la democracia estadunidense se cuece aparte. Surge en Madison Avenue con los ``creadores de imagen'', enemigos de las ideas, y alcanza su apogeo en auditorios repletos de delegados eufóricos que gritan hasta desgañitarse con la música de Happy Days y agitan banderines y sombreritos a la Maurice Chevalier. Aunque a últimas fechas, los mexicanos, seducidos por los image builders autóctonos, hayamos caído también en la tentación de cambiar las ideas por los eslogans publicitarios: ¡dele un madrazo a la cultura política!
En la campaña política hacia el 2000, los candidatos han rebasado a los políticos. Resulta inútil orientar a la ciudadanía o formar opinión. Los candidatos, siguiendo la actual tendencia latinoamericana, se presentan directamente ante los electores. Después de todo, en la última década, el llamado a las masas hecho directamente por candidatos impulsados por los medios de comunicación ha llevado a la presidencia a Fernando Collor de Melo y Fernando Henrique Cardoso, en Brasil; Raúl Alfonsín y Carlos Menem, en Argentina; Alberto Fujimori, en Perú; Hugo Chávez, en Venezuela y, según Kurt von Mettenheim y James Malloy, editores de Deepening democracy in Latin America, a Ernesto Zedillo en 1994, aprovechando el Pronasol. Por otra parte, al reducir la fuerza de los partidos políticos se promueve el alquiler de partidos menores y se hace necesaria la formación de coaliciones electorales para derrotar al partido en el poder (el objetivo de la fallida alianza mexicana) o terminar la transición hacia la plena democracia (como pretende la concertación de partidos chilenos).
Sin embargo, ¿cómo participar en política sin partidos políticos? En una reciente conferencia en la ciudad de México, Alvin Toffler resolvió el predicamento: ``ante la pérdida de credibilidad de los partidos... los ciudadanos... actúan más a través de las organizaciones no gubernamentales'' (La Jornada 24/9/99). Estas, más enfocadas en los temas específicos que afectan al ciudadano común: educación, derechos humanos, seguridad social y medio ambiente, cortan el nudo gordiano de todo aquello que paraliza a los partidos políticos: ideología, compadrazgos, burocracia, ambiciones personales y componendas. La alternativa parece atractiva. El problema es que los pobres no tienen los recursos ni la sofisticación para crear su propia ONG. Su futuro inmediato depende de la eficacia del partido en el poder, o de las presiones que sobre éste ejerzan los partidos de oposición.
¡Fuera con los James Carville y los Dick Morris!, los estrategas políticos estadunidenses que, con un cinismo únicamente explicable por su ignorancia y falta de valores, recorren el planeta vendiendo candidatos israelitas y políticos latinoamericanos como refrescos de cola. Y fuera, también, con los remedos mexicanos. La libre elección de candidatos envueltos en papel de celofán no es democracia. Necesitamos mejores partidos políticos. Instituciones transparentes, flexibles y modernas que trasciendan a los hombres y garanticen la vida democrática; organizaciones como el Nuevo Partido Laborista de Tony Blair, dispuestas a negociar nuevos métodos de gobernabilidad para resolver viejos problemas, y a proporcionar los contrapesos necesarios para salvaguardar el Estado de derecho. Las sólidas democracias de Chile y Uruguay, anteriores a los gobiernos militares, se construyeron sobre los cimientos de partidos institucionales, que ahora aprovechan la cultura política de esos países para devolverlos con inusitada rapidez a la vida democrática.