Soledad Loaeza
La espiral presidencialista
HASTA AHORA LOS distintos precandidatos y candidatos presidenciales nos han dicho poco sobre lo que harían en caso de llegar al poder. Sabemos mucho más de lo que cada uno piensa del otro, o del presidente en turno, que de lo que harían para atacar los graves problemas que aquejan al país. Parecería que el estilo personal de gobernar, la fórmula periodística que lanzó Daniel Cosío Villegas en los años setenta para entender al echeverrismo, fuera el catecismo de los presidenciables, como si el país no hubiera cambiado desde entonces. Cuando se le pregunta a Vicente Fox o a Cuauhtémoc Cárdenas cuál es el mejor camino para impulsar el ahorro o la inversión que demanda el crecimiento económico, ambos responden sin pestañear que es un problema de confianza que se resolverá una vez que alguno de ellos se haya mudado a Los Pinos.
Esta visión de que el ejercicio del poder es un asunto de personas revela la vitalidad del prejuicio presidencialista, que ha sido uno de los grandes obstáculos para la modernización política del país en el alma de los mexicanos. Los candidatos siguen haciendo la misma promesa que hacían sus antepasados: con el nuevo presidente se encenderá el fuego nuevo que iluminará el camino hacia un horizonte de felicidad, porque él todo lo puede. Según el razonamiento de los candidatos opositores -e incluso de alguno de los contendientes priístas- si Ernesto Zedillo no ha resuelto los problemas es por falta de voluntad política. En esta perspectiva el deterioro de los equilibrios sociales, la magnitud de la deuda pública, los cuellos de botella de la economía, la insidiosa penetración del narcotráfico en las instituciones son problemas de carácter del Presidente. Poco hablan de las duras restricciones de la realidad que pesan sobre cualquier decisión presidencial: por ejemplo, de la incapacidad del Estado para cobrar impuestos, ya no digamos de introducir una reforma fiscal, de la debilidad de las policías para investigar los delitos denunciados diariamente, de las dificultades que enfrenta el régimen cuando el titular del Ejecutivo no cuenta con la mayoría en la Cámara de Diputados. Tampoco se les ocurre plantear que el gobierno o el Congreso estadunidenses pueden ser intratables. Como si no supieran que el 2 de diciembre del año 2000 todo eso seguirá allí.
El problema más serio de estas visiones personalizadas de los problemas del país es que invita a soluciones igualmente personalizadas, y a un regreso a la espiral presidencialista de la que estamos tratando de escapar desde 1982 y todavía más desde la recaída de 1988 a 1994. Para la tan buscada transición a la democracia, lo que se necesita no son nuevos líderes, sino instituciones que funcionen y leyes que se apliquen, todo aquello que garantiza la predictibilidad del ejercicio del poder. Es lo único que nos protege de la inveterada arbitrariedad del presidencialismo, de los cambios de humor de quien lo ejerce -quienquiera que sea-, de los juegos de sus inevitables favoritos, de los abusos de los más serviciales de sus simpatizantes.
En los nueve largos meses de campaña que faltan, los candidatos tendrán que ser más explícitos y directos en relación con lo que creen que pueden hacer con la realidad. Si, como lo ha anunciado Cuauhtémoc Cárdenas, va a convocar a un congreso constituyente, tendrá que alertar al electorado de sus intenciones y exponer ampliamente sus razones, así como el momento y la manera como lo hará, porque una propuesta de esta naturaleza, sin aviso previo, podría conducirnos a una situación como la venezolana en la que los ciudadanos votamos por un nuevo presidente y nos amanecemos sin Constitución.