La Jornada miércoles 13 de octubre de 1999

Luis Linares Zapata
El abandono revisitado

Y llegó de nuevo el agua y el aire y nos alevantó. Y de nuevo a sufrir las inundaciones, las pérdidas de todo tipo: en vidas, propiedades penosamente adquiridas, medios para el sustento, amores, sencillos vecinos o amistades. Y de nuevo a las reclamaciones entre el pueblo casi sin nombre, irreconocible, contra de aquéllos que son sus autoridades. Y también los escándalos difusivos, los pleitos por la titularidad de la versión oficial, la única y real, informada, la responsable. La de aquéllos que están en los lugares de la tragedia y con autonombrada calidad moral aventuran descalificaciones para la visión de todos los demás. Y la organización, a toda prisa, de la ayuda solidaria de los millones que, sin tener trazo alguno de injerencia en las condiciones que propiciaron, que agrandaron el masivo problema, acuden en auxilio de los afectados por los temblores, los vientos o las lluvias. La puesta en escena, una vez más, con sus rasgos grotescos e inocultables, de la humana geografía de la pobreza y el abandono, ya tan bien conocida por los mexicanos. La disfrazada deformidad del desarrollo nacional.

Habría que volver, por eso mismo y una vez más, a las reconvenciones ya formuladas y pensadas con motivo de similares y terribles experiencias en desastres. Aquéllas que tienen que ver con las articulaciones entre los últimos filamentos de las cadenas del gobierno con la sociedad. Las finas correas de transmisión entre los ciudadanos y sus instituciones de todo tipo. Esos enlaces que se han ido evaporando a golpes de eficiencias aparentes, modas académicas y partidistas, o como derivados de juegos conceptuales atados a voraces modelos con los que se pretende ejercer el poder. Es, de nueva cuenta, un momento propicio para revisar, con ojo crítico y severo, el desmantelamiento inmisericorde al que se ha sometido toda una red protectora con la que se rodeaba a núcleos inmensos de la población. Precisamente aquellos marginales, los débiles, los desamparados y, por ello mismo, sujetos ideales a padecer las inclemencias de la tierra, el agua y el viento. No para reponerla tal y como existía, pues tenían muchas formaciones perversas o simplemente defectuosas, sino para reiniciar el proceso de su perfeccionamiento.

Se piensa en las redes de distribución tipo Conasupo con sus idas bodegas rurales; la promoción y asesoría para formar células organizativas con el propósito de mejorar la calidad de la vida y el trabajo colectivo (Solidaridad); el crédito en pequeña escala y para múltiples propósitos derivados de fondos sociales que han desaparecido o nunca han sido utilizados. Se piensa en aquellas estribaciones comunales, a pequeñas escalas, de instituciones como el IMSS, el moribundo DIF, los varios agentes asistenciales que naufragan entre la escasez y el aislamiento o los ahora esterilizados fondos de vivienda. Pero también tiene que pensarse en nuevas formaciones que solventen áreas tan descuidadas como la seguridad ante la delincuencia, los desastres naturales, terremotos o epidemias. La identificación consistente y eficaz de las zonas de riesgo y peligro con los recursos de las localidades pero con auxilio federal o estatal. La puesta en operación de cuerpos de respuesta inmediata ante urgencias emergentes. Redes de comunicación adicionales a las de empresas radiofónicas o televisivas que prestan algunas ayudas, cierto, pero que no se dedican especialmente a las alertas y los enlaces entre grupos y comunidades. Las evaluaciones y mejoría constantes de la infraestructura carretera para evitar dejar aislados ya no se diga a puntos remotos sino a enteras regiones como la costa chica de Guerrero y gran parte de la de Oaxaca. El control diseminado, escalonado, a miniescala de los ríos. La promoción de técnicas constructivas de bajo costo y aceptables márgenes de seguridad. En fin, todo ese mundo que hace factible la vida en pequeñas ciudades y pueblos sin que por ello se fomente una mayor pulverización poblacional.

Los supuestos de una política que reconoce, de manera por demás gratuita, la eficiencia de la iniciativa individual y privada tienen que revisarse a la luz de sus dramáticas consecuencias. Sobre todo en el abasto de alimentos, artículos de primera necesidad y los servicios básicos de las localidades. No sólo ante los momentos álgidos o las catástrofes, sino en la vida cotidiana para hacer factible la cultura de la previsión. Que nunca más se contemple a grupos de gente sin utensilios adecuados, medios de coordinación o maquinaria, paleando desesperadamente en búsqueda de sus familiares sepultados entre los aludes y las corrientes sin control de una nación vulnerada. *