En el toreo abundan para un espíritu alerta las ilusiones a la muerte. En cada corrida, siempre a la del toro, en ocasiones a la del torero. Un público de contempladores de la muerte, en su último valor. Un toro que se esfuma por la puerta que conduce al destasadero y la llena de huellas sobre otras huellas y otras: el ruedo. También el torero puede morir -frágil, vestido de seda- con una cornada o una caída. ¿Pero por qué ejerce esa vigorosa fascinación sobre el alma mexicana, la muerte a la vista de todos, pese a los intentos de terminar de todas las formas posibles? ¿Será porque la muerte nos acompaña en los desastres, violencia, desnutrición? ¿Porque en estos momentos de crisis -para el toreo mexicano y el país-, cuando el naufragio parece adquirir muestras de irreparable cataclismo? ¿Por qué los toros chicos descastados sin diferencias y toreros de faenas monótonas, a base de derechazos desligados con el pico de la muleta. En suma: lo antiestético, la corrupción...
El domingo pasado, un infortunado novillero, humilde, con un trincherazo, volvió locos a los cabales al salirse de lo rutinario, lo arteriesclerosado, encorsetado. José Arroyo se soltó de los goznes de la puerta en que está encerrado el toreo y prendió esa fascinación al promover lo sorpresivo, lo inesperado, redimiendo al toreo de la materia que la integra, en la búsqueda del espíritu, lo ingrávido, para que éste no pesara, no se palpara.
El novillero, que perdió un ojo -estuvo cerca de la muerte en segundos por un malhadado accidente, en los pitones de un vaquilla, en una tienta- nos regresó a ese contacto con la muerte, que si pierde, se pierde la fascinación por el toreo.
Ese trincherazo fue la estética torera, que al ser formulada frente al novillón, ofrecía ese riesgo, al ser el novillo, materia rebelde y el toreo carecer del oficio y ser transparente a la incorporeidad y manifestarse auténtico, hondo, y por tanto con el encanto de lo ingenuo, de lo puro y aún de religioso, al vivir en presencia de la muerte, de un modo singular, inimitable. Sólo discapacitado, inerme frente al novillo. ¿Cuál será su destino? Nadie lo sabe. Lo que sí, su compromiso en trance de incertidumbre y riesgo. De esa lucha, surge la belleza torera. Una belleza amenazada por la muerte a la que se vence con elegancia y le da al toreo su fascinación, su no sé qué, que se pierde sin poder asir.
La tarde de ayer, con la presencia de los toros de La Misión, con edad y trapío, volvió a regresar la emoción al ruedo de la plaza México. Los novilleros, Spinola, Angelino y Lizardo se la jugaron alegremente. La emoción fue debida no al no sé qué, sino a la cercanía con el peligro. Toros con sentido y jiribilla con los que salieron avante los nóveles, pese a sus carencias, no poder redondear las faenas y estar a punto de las cornadas. A falta de duende; valor... ¡bien por los novilleros!