Hermann Bellinghausen
Para pie pequeño

Los barcos grandes con sus sirenas hacían tal ruido que todo lo demás que atronara en el puerto no pasaba de murmullo. Las plumas como jirafas del desembarco, las cadenas del anclaje, los engranes de las máquinas, eran inaudibles, ya no digamos las humanas voces. Filipo burló la vigilancia con relativa facilidad y se introdujo al muelle, donde se efectuaba tal trajín de pasajeros y cargadores que nadie notó el paso de su motorino Honda de guardabarros rojo.

A gritos se hizo escuchar por el dependiente del almacén, y le presentó su ficha de recepción.

-No ha llegado -dijo el otro.

Ese paquete, ¿nunca iba a llegar? Filipo dobló el papel, ya arrugado y con erosión en las orillas de tanto infructuoso ir y venir. Desde cuándo lo habían mandado de Túnez sus hermanos. Y le urgía. Gritó unos cuantos reclamos que tenían sin cuidado al almacenista, a él qué.

Apenas si se oía, además.

Filipo consideró descargada la ira del momento y regresó a su motorino, con esa resignación incompleta que bien conoce y detesta, pateó el soporte de la llanta trasera, soltándolo, montó, encendió la marcha y estaba por acelerar cuando una mano le tocó el hombro, y mientras sobre la cubierta de algún transbordador chocaba un fardo estridentísimo, una voz aguda pero suave lo saludó.

Filipo soltó el manubrio para voltear mejor.

-¿Vas a Margelina? -le preguntó, breve de talla y toda de negro, una mujer de ojos sombríos, boca refulgente, roja, y un pequeño costal alguna vez blanco a sus pies.

No, Filipo no iba rumbo a Margelina. Quedó en llegar a Doria, cerca del estadio. Con el equipo, ¿no? De trabajo.

El barrio del estadio queda al otro lado de la colina, el camino es empinado, se hace tarde, en fin, lástima, no.

Ya se alejaba la mujercita, desilusionada, arrastrando el costal, cuando Filipo cambió de parecer. Y gritó. Durísimo, para que acaso ella alcanzara a oír tantito. Y sí. Ella volteó; Filipo la llamó con el brazo, retomó el manubrio, y mientras ella a toda prisa subía detrás, con el costal en la espalda, y se aferraba a la cintura de Filipo, éste giró la manivela y aceleró.

Aprovechando que los carabineros daban franquicia a un tráiler, burló nuevamente la vigilancia del muelle y la emprendió por las avenidas de la bahía.

A sus espaldas, fugazmente y de reojo, en la dársena de Díaz alcanzó a distinguir un buque cisterna que se lamentaba como oveja en el altar de los sacrificios. Y al fondo, rodeado su cráter por una bufanda de nubes color de tierra, el Vesubio recibía los resplandores del atardecer.

Tomó por Partenope en sentido contrario a todo velocidad. Los conductores accionaban sus cláxones para reprender a Filipo infractor. En la intersección de Vitoria y el parque comunal, un policía de a pie tocó el silbato frenético.

El aire despeinaba a Filipo. Y a la pasajera, aunque de pelo corto; resultó llamarse Leona, o al menos eso dijo. Quería tomar el ferry a Isquia.

-Desembarcaste -preguntó Filipo afirmando, pues al haberla encontrado en el muelle de los barcos transociánicos, se le hizo natural que así fuera.

-No -dijo ella por toda respuesta.

Las colinas de Gramsci y Petrarca, al otro lado de la bahía de Nápoles, se tragaban un sol dorado oscuro que no mostraba prisa por retirarse. Las casas de la costa, miles de ellas, parecían mosaicos multicolores, como quien sueña con cuadro.

Al llegar a la Plaza de la República, un embotellamiento frenó el motorino por primera vez desde que dejaron el muelle. Filipo no resistió la curiosidad, y fingiendo cualquier pretexto, bajó del aparato, miró de frente a la pasajera y, como quien no quiere la cosa, le preguntó.

-Si no llegaste en un barco, ¿qué hacías en el muelle, si se puede saber? ¿Trabajas ahí? ¿Conoces a alguien?

Leona, inmóvil y distante, dibujó una mueca deliciosa en la boca, roja y subrayada, y dijo:

-No.

``¿Hoy no sabe nadie otra respuesta que no sea no?'', pensó Filipo, con esa resignación incompleta.

Un yatecillo repleto de turistas partía hacia Capri cuando llegaron al porticiollo de Margelina. La barca a Isquia saldría inmediatamente después, les informó un fondeador tirando ciertos cables.

Leona se apeó del motorino, agradeció a Filipo el viaje, lo besó en ambas mejillas. Siendo él de mayor estatura, ella alzó los brazos para tomarlo de los hombros, lo encaró con dulzura, y pues le había resultado simpático, le dijo, con los ojos ahora iluminados, casi oro:

-No vengo de ninguna parte. Nunca he desembarcado. Ahora me embarco a Isquia, pero no sé donde voy a desembarcar. Yo sólo piso tierra en los muelles. Gracias por traerme. Nunca hubiera puesto pie en las calles de la bahía; seguiría en el muelle, como tantas veces.

-¿Y eso tiene alguna explicación?

-No -dijo Leona y se alejó hacia la orilla.

Más tarde, Filipo conducía su motorino por el túnel de Vitoria, tragaba humo y era objeto de claxonazos inclementes en aquella larga penumbra de iluminación ictérica, pensando que los del equipo, sí, iba a tener que oírlos. Pensando qué será sólo ir y nunca llegar, no tenerlo por costumbre; hay quien no tiene origen, sólo destino. Pensando en Leona como una madona bendita de pueblo, huida de algún altar antiguo, o de un museo.

No fue sino hasta que se estacionó en Doria, los del equipo ya pegaban los primeros retobos, pero eso sí, muy a gusto con su cerveza, y ponía al motorino la cadena, que descubrió, atado en la parte posterior del asiento de plástico negro, el paquete. El famoso paquete, tan tardado, más pequeño que una caja de sandalias para pie pequeño.