Javier Wimer
Cuentos y cuentas de Luisa Valenzuela

Las obras completas tienen algo de amenazante, de solemne y de terminal. Son más apropiadas para remotos difuntos que para vivientes próximos. Por eso su publicación aparece en el imaginario colectivo, que incluye naturalmente a los propios autores, más como rito celebratorio que como ocasión de lectura o de examen crítico.

Sin embargo y especialmente cuando se trata de obras completas de autores contemporáneos, autores que no están ni muertos ni retirados, autores que están vivitos y coleando, es mejor considerarlas señales de tránsito o marcas de camino, antes que reconocimientos y homenajes.

Tal conviene hacer con estos Cuentos completos y uno más, de Luisa Valenzuela, cuyo título sugiere la idea de la obra inconclusa y el margen de incertidumbre que tienen, incluso, las obras completas del pasado. ¿Acaso podemos negar a los eruditos el sueño de encontrar un fragmento de Heráclito, una cuarteta de Quevedo o un ensayo de Eliot?

De una u otra forma, el problema central de una colección que comprende el trabajo de muchos años es que permite al lector o al espectador valorar comparativamente cada una de sus partes y, sobre todo, valorar su conjunto. Habrá, naturalmente unos textos o unos cuadros mejores que otros, un espectro de progreso entre los primeros y los últimos, pero no habrá lugar para ilusiones o engaños. Los conjuntos se sostienen por sí mismos o se desmoronan en su insuficiencia.

El libro de Luisa Valenzuela cumple con holgura los requisitos formales de una gran retrospectiva: reúne seis libros y un texto adicional, cuya suma alcanza un total de 137 cuentos que fueron publicados, en volumen, entre 1967 y 1999, durante un lapso de 32 años. Los libros siguen un orden moderadamente cronológico del más reciente al más antiguo, con la curiosa excepción de uno de 1983 que está colocado en segundo lugar y debiera estar en tercero, y de la lógica excepción del texto inédito que constituye el digno remate de un libro que cumple, también, con la exigencia esencial de mantener vivo el interés del lector.

Pero no, por supuesto, a cualquier precio pues no se trata de una literatura de kiosko hecha para el entretenimiento y el éxito comercial sino de una literatura que exige la atención y la complicidad del lector. Y lo exige porque se trata de inventar o descubrir con nosotros la realidad que existe debajo de esta otra realidad cotidiana y convencional. Paro eso sirven las palabras. No las palabras del discurso lógico sino las palabras de una visita guiada que produce placer y conocimiento.

La autora descubre y describe al mundo con la doble mirada del testigo inocente y, al mismo tiempo, con la malicia especulativa del intelectual. En el tránsito entre la anécdota y la idea abstracta, o viceversa, consigue armar sus historias. Debemos saber, entonces, que estos textos no son hijos del azar o de la improvisación sino de un proceso creativo sujeto a los controles de una inteligencia radicalmente crítica e irónica.

La combinación entre esta doble mirada y un vasto espacio temático multiplica las posibilidades de enfoques sutiles e inesperados como el desenlace de Tango, el espléndido monólogo interior que abre el libro y donde un hombre encuentra en unos vasos el pretexto para huir del compromiso amoroso.

Tiene el estilo de Valenzuela un carácter unitario que se distingue por un afán de claridad y precisión que llega, en ocasiones, al extremo del esquematismo. Sin embargo, acude constantemente a variantes de su propio estilo para urdir la trama y el clima de cada cuento pues, como dice Borges, ``cada sujeto, por ocasional o tenue que sea nos impone una estética peculiar''.

En el libro hay distintos grupos o familias de cuentos que llevan el sello de etapas diferentes en el itinerario de la autora. Hay, también, textos cuya originalidad no permite asociarlos con ningún conjunto y que constituyen sorpresas dentro de este volumen que lleva un excelente prólogo de Gustavo Sainz.

Hija de la escritora Luis Mercedes Levinson, esta otra Luisa creció en una familia descaradamente literaria formada por escasos parientes consanguíneos y por numerosos amigos de casa, todos o casi todos escritores ilustres y todos o casi todos comprometidos en el desempeño de inevitables papeles de padrinos o madrinas en el amplio sentido que estos términos tienen en la tradición latinoamericana. La hija, sobrina o ahijada profesional, creció en la tribu de la revista Sur, entre las Ocampo, los Borges, los Mallea, los Mújica Lainez, los Bioy Casares y otros predestinados a iniciarla en los arcanos de la literatura

Luisa Valenzuela no fue lejos para encontrar su vocación y muchos de los secretos que aprendió de sus parientes por sangre, contagio o adopción están presentes en su obra. Pero no debe pensarse, por ello, que nos encontramos frente a una escritora de invernadero o de laboratorio, de alguien a quien sus padres impusieron la carrera de las letras como otros lograron que sus hijos fueran médicos, abogados o contadores.

La elección vital de Valenzuela está libre de sospecha. Prueba de su talento originario es el relato Los Menestreles, que escribió a los 18 años y que fluye con la pulcra cadencia de los mejores textos de Lord Dunsany. Prueba de su talento genérico y de su trabajo constante son las seis novelas que ha publicado y estos Cuentos completos que, por fortuna, están incompletos.