Daniel Cazés
Eduardo Montes
Mi cercanía con Eduardo Montes fue una de trabajo, enmarcada en un par de proyectos editoriales que compartimos. Lo conocí como directivo del Partido Comunista. Estuvimos en mayor contacto cuando se echó a andar la revista El Machete, una innovación entre las publicaciones de la izquierda: propiedad del partido, pero no órgano suyo; en sus 15 números escribieron todas las personas que desearon hacerlo, sin colectivismo ideológico, ni centralismo democrático, ni cualquiera de los dogmas aceptados como deseables hasta 1978, con el XIX Congreso.
El equipo que creó y mantuvo en vida aquella publicación aceptó como inevitable que el Comité Central nombrara a un miembro de la redacción, el comisario político de cada empresa partidista. La designación recayó en Eduardo Montes, cuya experiencia en el mundo editorial era reconocida; quienes lo conocíamos menos reaccionamos con incomodidad porque buscábamos democratización y pluralidad, como necesidad básica de la izquierda.
Mi mayor sorpresa fue descubrir que Montes no venía a supervisar la pureza de ninguna línea, sino a incorporarse al equipo como uno más de sus miembros. El conoció el proyecto, y cuando llegó ya lo había hecho suyo, para trabajar en él con toda su energía. (El proyecto se canceló con la fusión de partidos para crear el PSUM, y algunos condicionaron su participación, entre otras cosas, a la desaparición de la revista calificada de decadente, tal vez por su casi nula solemnidad, su apertura y e impulso de posiciones tachadas de gramscianas o eurocomunistas).
El Machete fue fundamental en la discusión de las 36 tesis que publicó antes que nadie, y que aprobó el Congreso (y luego olvidaron el PSUM, el PMS, el FDN y el PRD).
Al crearse La Jornada, en lista de abajo firmantes-fundadores nos integramos quienes hicimos la revista desaparecida, entre ellos Eduardo Montes.
En 1994, Carlos Payán nos llamó a Montes y a mí para encargarnos la puesta en marcha de un proyecto que yo le había sometido en 1989, y que se convertiría en lo que pasó a ser La Jornada Ediciones, que yo coordinaría con la irremplazable sabiduría de Eduardo.
``Vas a aprender un oficio, un lenguaje, una visión de enorme belleza; ahí podrás volcar tu libido'', me dijo Payán ante la mirada incrédula de Montes, para quien todo eso era cotidiano.
Juntos sacamos el primer medio centenar de títulos, en cuya realización material él tenía las riendas. Cuando dejé mi tarea de coordinación, Eduardo la tomó en sus manos y la llevó hasta donde hoy está (desde que quedó listo el Memorial de Chiapas).
Trabajar con Montes fue para mí siempre grato. Los lazos de nuestra amistad nunca llegaron más allá del calor y la amistad que se generan en el buen entendimiento en la labor conjunta. Para mí fue además pleno de aprendizajes, que de nadie más que del trabajador tipógrafo que fue Montes podría haber recibido, y con quien compartí las lecciones que recibimos juntos de jard y sofgüers. Siempre paciente, siempre amable, bastaba su compañía para que desaparecieran crispaciones y ansiedades, para que las intrigas de la comunidad pasaran a planos secundarios y pudieran apreciarse con calma y hasta jovialmente. Si no hubiera otras razones más, eso habría sido suficiente para que se lo reconociera como figura prominente del Consejo de Administración.
Un día por semana compartíamos escritura de nuestros artículos, cada quien en su cubículo, luchando contra virus y caprichos cibernéticos, y a veces auxiliándonos para combatirlos o sobrevivir a ellos. Desde hace unos dos años sólo estuve cerca de él al enterarme de sus más recientes inquietudes y reflexiones políticas, admirables por la firmeza y la persistencia del comunista democrático que nunca dejó de ser, discreta pero claramente.
Hoy recuerdo nuestras últimas comunicaciones telefónicas, hace sólo tres o cuatro semanas, su escucha de mis preocupaciones de accionista y lector; mi escucha de sus reflexiones, de sus recomendaciones, de sus despedidas afectuosas.
La muerte de alguien cercano, hoy la de Eduardo, nos acerca a nuestro único destino ineludible. Pero mí no ha sido de tristeza, sino de profunda nostalgia, pues nuestra cercanía se limitó sólo a lo que fue. Es seguro que La Jornada (y mi propia experiencia de hacer libros) no será nunca la misma en su ausencia, sin ese esfuerzo cotidiano y gozoso que fue el suyo; nunca estridente, siempre con la calidez de su compañerismo.