Ť Convertido en gato lupesco, escenificó la odisea de San Francisco de Asís
Dario Fo es un juglar que con su caudal de palabras tiene la virtud de hipnotizar
Ť El Nobel encarna en su persona toda una literatura y una compañía de teatro ambulante
Ť Su frenesí fue admirado por miles de personas en la plaza principal de Perugia, Italia
Hermann Bellinghausen, enviado, Perugia, Italia Ť De todo su cuerpo saca palabras, con una expresividad hipertrofiada a grados de genio.
Dario Fo encarna en su persona toda una literatura y una compañía de teatro ambulante. Si Dios era uno en tres personas distintas, Dario Fo es todos y cada uno de sus personajes, que son más de tres. Eso no quiere decir que le gane a Dios, ni que compita, aunque su sola presencia sea una creación permanente. En realidad, es un payaso, nada más.
Quizá por eso cuando no actúa y tiene la cara en reposo, lleva impregnada una sonrisa cómica, como las antiguas máscaras del teatro clásico. Sería un rictus, si sus ojos no brillaran de tal manera.
Una noche de septiembre, en Perugia, una ciudad llena de jóvenes, Dario Fo es Francisco, juglar de días (Francesco, jullare de deo, como se titula en umbro antiguo la obra), misterio bufo, profano y herético, sin maquillaje.
Así como está, con ropa de calle, una camisa azul, nada del otro mundo, Fo encarna a Francisco de Asís, al Papa, a los cardenales, a las viudas de Bolonia, a los bandidos, fieles y campesinos, una infinidad de personae y voces que no cesan de hablar, en el caudal de palabras que hipnotiza a todos esta noche, y por momentos canta, con voz de soprano, tenor o merolico y hasta se constituye en un coro gregoriano.
Palabras y más palabras, diálogos y descripciones en lenguas umbra, napolitana, italiana, latina, y múltiples dialectos, donde todos son ninguno. Y lo más notable es que, aunque el público no entienda dichas lenguas, o sólo en parte, comprende todo.
Dario Fo habla, grita, maúlla, susurra, insulta, predica, canta, gruñe y ladra, no deja de moverse de un lado al otro del escenario, con el único auxilio de un micrófono inalámbrico para que lo puedan escuchar las miles de personas que lo ven, atentas hasta cuando ríen, sentadas en el suelo, en la plaza principal de la localidad, con la fachada del Palazzo dei Priori a un costado y teniendo la Fuente Mayor al fondo.
Hay escenografía, claro. Un gran lienzo que ilustra los distintos episodios de la biografía icónica de Francisco de Asís, una combinación de Giotto y los retablos populares sólo que pintados por un De Chirico mejorado por Juan Soriano. El retablo es obra de Fo y sus colaboradores, en modo muy renacentista. Ha hecho del arte un taller permanente, como entonces.
Antes de iniciar su escenificación de cinco profusos episodios de la odisea franciscana, Dario Fo proporciona algunas claves. Que no se piense que aquel Francesco era un predicador nada más. Era un juglar, un bufón, un mago. Si no, en aquel mundo lleno de sermones, nadie le hubiera hecho caso. Bromeaba, vociferaba, mentía, fanfarroneaba de tener un cierto poder sobre los elementos y las fieras, contaba historias, y sobre todo, hacía reír.
Así sabemos que, a partir de este momento, estamos todos en manos de un auténtico payaso que nos atrapa y hace la noche corta.
Introducción al mester de juglaría
Dario Fo es, él, su personaje, Charlot en el extremo opuesto. Al cine mudo de Chaplin, Fo le opone la polifonía verbal y gutural del italiano medio, que no sabe callar; y paradójicamente, el resultado es el mismo.
Su música es áspera, carcajea, ''toca" el tambor, eructa, echa pedos, teje un discurso en verso, en prosa, en antiguo, en moderno en canciones de soldadesca, himnos de guerra y campanas, todo con su boca de gran iguanodonte.
Hace una pausa para beber un vaso de agua:
ųƑHan notado el silencio que se hace apenas bebo? ųcomenta, descaradamente.
Sabe que todos esperábamos que hiciera glu glu y tragara con estruendo.
Su frenesí no da tregua. El sí es un marxista de la corriente Groucho Marx, y lo demás son cuentos. Hará parte de esta historia a la luna del verdadero cielo, las campanas de las verdaderas iglesias, y hasta el timbre de los teléfonos celulares del público verdadero.
(Italia, dicho sea de paso, es el país del mundo con mayor empleo de celulares. Son relativamente baratos, y permiten a todos hablar el día entero, reportarse, comentar, organizar. ''ƑDónde estás?", es el saludo por telefonetto, pues el interlocutor puede estar en otra ciudad o a unos cuantos pasos. La ubicuidad de la voz y la localización inmediata. Por supuesto que Dario Fo, en su vida civil, como cualquiera de sus paisanos, es un profuso usuario).
El Francesco de esta noche ''era un genio de la gestualidad y la mímica", un cuentero que hablaba umbro, ''la peor lengua de todas, según Dante"; la más difícil, dice Fo.
''Hablaba ante grandes multitudes, con príncipes, papas, y hasta con los animales. Y lo hacía con un lenguaje a punto de juglar."
Y entonces da comienzo lo que Pasolini hubiera llamado ''el teatro del entusiasmo". Dario Fo se convierte en el ''gato lupesco, mitad gato, mitad lobo, que es la máscara del juglar", dice.
Que el cristiano sea una buena bestia
Entérese de cómo Francisco predicó la paz elogiando la guerra, de cómo tiró los campanarios de Asís, de cómo negoció la paz con el lobo, de cómo convenció a los cardenales y al Papa de la necesidad de una orden pobre, de cómo los enmierdó más tarde al llegar al Vaticano, feliz de haber llevado el Evangelio a los bajos fondos y danzar en círculo salpicando el estiércol de una porqueriza en las capas y coronas y el oro del palacio de Inocencio y sus colaboradores más cercanos.
Dario Fo gira sobre el escenario, los brazos abiertos, con la no tan lenta gracia de un hombre anciano. Dicen quienes lo han visto desde hace 25 o más años que antes saltaba, era un acróbata, una liebre, una exageración.
Supongo que le dieron el premio Nobel de literatura porque no había de otra; no hay Nobel para lo que hace Fo.
Corría el año de 1222 (dos, dos, dos, imposible olvidar la fecha), cuando Francisco llegó a Bolonia fingiendo confundirla con Nápoles y dirigió a los boloñeses en dialecto napolitano un elogio de los hombres de Bolonia que acababan de morir en una guerra, en Perugia precisamente. Ah, Ƒno lo sabían? ƑQué no es aquí Nápoles? ƑPerdón, que es Bo...? ƑNápoles, aquí, no? Qué raro.
Las exaltaciones guerreras del juglar, las juergas, el morir matando, ah, qué gran cosa, pura vida. El público de 1999 ríe; el de 1222, encarnado también en el demiurgo, se va enterado de que las mujeres son viudas, que las familias perdieron hijos, hermanos y lloran y hay misas y entierros, y todo es dicho y representado por Fo, quien cambia de cara, de voz y de idioma constantemente.
El lienzo giottesco a sus espaldas ilustra la radical acción emprendida por Francisco y sus compinches al derribar los campanarios de Asís. Dice Fo que Francisco quedó atrapado en el badajo de una campaña mientras sus compañeros tiraban en el extremo opuesto, y con el talán talán y la caída de tan alto, el futuro santo quedó aturdido y lelo hablándose con el hermano Sol, la hermana Luna, la hermana estrella, la hermana tierra, mientras caminaba haciendo eses como borracho, y el público ríe y aplaude.
Enseguida, Fo nos convence de que Francisco fue el lobo del lobo y sostuvo con el animal diálogos interesantes. ''Está en mi naturaleza matar", dice el lobo.
''Me pides que la bestia sea un buen cristiano'', le dice a Francisco. ''Debería ser que el cristiano se haga una buena bestia".
Con su labia, Francisco convence al lobo, lo vuelve vegetariano, y éste le sirve a partir de entonces de eficaz guardaespaldas, un súper perro.
Y se siguen los prodigios franciscanos. Le hace buen vino al Papa con el agua usada para lavar los pies. Le dice ''no" al hierro candente del suplicio: ''No me des dolor, dame dulzor".
Dario Fo personifica ferias, responsos, diálogos cultos y populares y se va aproximando al final de Francisco, cuando ya fundó su orden e institucionalizó el voto de pobreza.
Buscaba el hombre dónde morir, y todos los campesinos le ofrecían sus tierras para tal fin. Y el moribundo se preguntaba: ''ƑPor qué quiere toda esta gente regalarme sus campos?".
Para que allí construyeran catedrales, claro. Lo hacían por interesados.
Aplausos. Muere el santo. Dario Fo entona las muchas voces de un Laudeamus y deja colgados sus pulmones arriba del escenario, uf, con una nota tipluda y sostenida que le saca lágrimas y le enrojece el rostro.
A pocos metros, en la fachada de una iglesia medieval, las gárgolas de piedra montan como perros a los súcubos. Dario Fo se borra del rostro la máscara imaginaria del gato lupesco y detiene sus torrenciales palabras.