La Jornada Semanal, 26 de septiembre de 1999



Juan Villoro

DOMINGO BREVE

La ciudad y la esperanza

En ``Historia del guerrero y de la cautiva'' Borges se ocupa del confuso heroísmo de Droctulft, el bárbaro que llegó a destruir Ravena pero se sorprendió tanto con los edificios de la civilización enemiga que decidió cambiar de bando y morir en defensa de la ciudad. De acuerdo con Borges, Droctulft no es un traidor sino un converso. El rudo habitante de las ciénagas donde abreva el jabalí reconoció en las plazas y los monumentos un designio que lo superaba de modo imprecisable. Sería exagerado decir que comprendió la ciudad. Droctulft intuyó con extrema vaguedad los propósitos de esa arquitectura, pero fue capaz de un atrevimiento: se supo inferior a ellos.

La cita que resume esta iluminación es larga, pero es de Borges: Droctulft ``ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esta revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses''.

Borges supone que el legendario Droctulft vivió en el siglo VI, un tiempo donde la ciudad brindaba un paisaje edificante. El bárbaro acepta recorrerla como un perro, le rinde sus cuchillos, defiende un prodigio que lo excede. Sergio Pitol ha visto en este gesto el mayor homenaje a la civilización.

Es obvio que la Ravena del cuento no tenía problemas de estacionamiento ni ruidosas motonetas. Sin embargo, Borges no construye un espacio idílico sino una idea; por ello, la revelación llega con mayúscula: el bárbaro se entrega a ``la Ciudad''.

La ``Historia del guerrero y de la cautiva'' fue escrita en la década del cuarenta, cuando Buenos Aires ya no calificaba como ``un conjunto que es múltiple sin desorden'', pero aún tenía un contorno precisable. Aunque Viena había sido bautizada como el ``laboratorio para el fin de los tiempos'' por Karl Kraus y Londres como ``un laberinto roto'' por el propio Borges, las metrópolis de mediados de siglo se extendían como un sueño interpretable. Confuso y desmesurado, pero interpretable.

La Ravena del siglo VI representa el modelo de un sueño pervertido, el croquis de la razón distorsionado por las aglomeraciones posteriores. Imaginarla significa volver a las primeras calles, al espacio organizado para adiestrar a sus moradores y convertir a los bárbaros. La Ciudad como bastión de la esperanza, un artefacto aliado al porvenir, donde las cosas serán mejores.

No es casual que un habitante de la Tenochtitlan de fin de siglo haya escrito un relato que revierte el destino de Droctulft. En ``GrenzgŠnger'' (incluido en la antología Una ciudad mejor que ésta), Javier García-Galiano narra la historia de un cartero en Berlín, a fines de la segunda guerra mundial, cuando los edificios de Unter den Linden arden con las bombas de los aliados. A pesar de la metralla y de los vecinos, que escriben cada vez menos cartas, el protagonista hace su recorrido de siempre; de modo sigiloso, sus pasos articulan una ciudad que se derrumba. En este transitable apocalipsis ofrece asilo a un soldado soviético, un tártaro que fue reclutado en las estepas. Cuando el Ejército Rojo toma Berlín, el cartero es traicionado por su huésped. Hasta aquí, la historia revela la pasión de un hombre por el barrio que le tocó en suerte y la ingratitud del enemigo. Pero falta una pieza en el tablero: la ruta del tártaro en Europa. Aquel campesino no conoce otra cosa de Occidente que ciudades en llamas. A diferencia de Droctulft, no encuentra las avenidas de una ``inteligencia inmortal'' sino un caos degradante. Ante el resplandor cárdeno de las llamas, supone que ahí no cabe otra conducta que el vejamen. Si Ravena convierte a un destructor en ciudadano, Berlín convierte a un refugiado en traidor. Las lecciones urbanas han modificado su temario.

Hoy en día, México, Tokio, Calcuta, El Cairo o Sao Paulo carecen de confines. Sólo dentro de sus museos conservan el orden que una vez tuvo Ravena. Su informe vastedad se resiste a ser conocida por entero; sugiere que todo eso existe por azar o error, no por un empeño voluntario. Imposible entender las mentes que crearon esos abigarrados escenarios que sólo se detendrán cuando asfalten el horizonte.

México, D.F. no necesita las tempestades de acero de Berlín para aniquilar su territorio; sus decorados, que durante épocas imitaron un sueño extravagante, ahora son los de una pesadilla. Y sin embargo, este teatro del delirio aún cautiva a las hordas que vienen de lejos. No tenemos escalinatas ni capiteles ni plazas de pulidas piedras; formamos parte de una ``mancha urbana'', turbia e incalculable. Pero la gente no deja de llegar.

El verdadero espanto no proviene del entorno sino de la certeza de que hay sitios peores. No sabemos con exactitud dónde se encuentran; sólo sabemos que existen.

Mientras escribo esta línea la ciudad sigue creciendo. La esperanza de morir aquí es distinta a la que decidió la suerte del guerrero Droctulft, pero igual de cierta y estremecedora: ofrecemos un horror preferible.