La Jornada Semanal, 26 de septiembre de 1999
La noche del 3 de mayo de 1909, Jesús Juárez Mazo llegó hasta su escondite y se dejó caer en el piso de la cueva. Ni siquiera se quitó las hojas de plátano con las que cubría su cuerpo. Disfrazado de planta, andaba a salto de mata, perseguido por la policía del gobernador Cañedo. Tenía 39. Hacía tiempo que no lograba dar un golpe. Por Cosalá, Badiraguato, Culiacán, Mocorito (su tierra natal), cientos de gavilleros brincaban por los caminos, asaltaban diligencias, protegían los plantíos de los chinos, se robaban unos a otros. Pero no era eso lo que entristecía a Jesús Juárez, sino lo que le había sucedido esa misma noche: saliendo de la Hacienda de San Ignacio con unas veinte monedas de oro y dos candelabros de plata, se subió al caballo y huyó. En el camino, tres jinetes comenzaron a perseguirlo a balazos. A Jesús no le quedó más remedio que arrojar las monedas hacia las casas. Y, como siempre, resultó: los jinetes dieron la vuelta para ir a buscarlas. Los candelabros, simplemente se le cayeron en la fuga.
Así lo encontró su compadre, Baldemar López: vestido todavía de plátano y viendo fijamente la oscuridad. Baldemar le llevaba comida, pero Jesús la rechazó. Sólo abrieron unas botellas. A la mañana siguiente, Baldemar se despertó en la cueva con sangre en las manos y en la cara. Por ahí había también un machete con sangre seca, pero su compadre no estaba. Al salir, vio que Jesús yacía al pie de un mezquite, hasta donde había logrado arrastrarse. Los circundaban ejércitos de moscas.
De 1909 a los años veinte nadie se acordó de Jesús Juárez. Pero, tras la Revolución, su pequeña vida se transformó en un mito: ahora transfigurado en Jesús Malverde, al ladrón se le construyó una capilla en Culiacán. Sus feligreses le llevaban entonces una piedra como protesta porque, según la leyenda, el obispo había prohibido que se le enterrara (una injusticia de la Iglesia católica ya que, también según la leyenda, Malverde traía en el bolsillo un indulto del Papa). Y, a cambio de la piedra, se le pedían toda clase de milagros contra enfermedades, desamores o injusticias. Su figura sufrió el primer gran cambio: de delincuente común pasó a bandido social. Comenzó la leyenda del ``Mal Verde'': un hombre cubierto de plantas, ajeno al mundo de la modernización cañedista (1877-1910), que robaba lo que le había sido negado y lo repartía entre los pobres. El nombre que pervivió fue el del disfraz, escondiendo detrás cierta predilección por la táctica: cubrirse para burlar y cumplir con uno de los imaginarios nacionales: salirse con la suya mediante el ingenio. Pero sin existir evidencias de un reparto del botín entre los pobres -más que como exculpación al desaparecer la evidencia del robo-, Malverde es reinventado como el doble de la figura real, Heraclio Bernal, un guerrillero que, en Cosalá y San Ignacio, encabezó lo que quedaba de las huestes de la rebelión frustrada de Jesús Ramírez Terrón (1880) contra el gobernador vitalicio Francisco Cañedo. Peón de las minas del sur de Sinaloa, tras salir de la cárcel por robo (los corridos insisten en que fue por una ``acusación falsa''), Bernal asoló las zonas mineras de Guadalupe de los Reyes, Jocuixtita y San José de las Bocas, hasta llegar casi a la capital: tomó Quilá, a escasos kilómetros de Culiacán y, como muchos rebeldes, se retiró a seguir su guerra. Sin embargo, al anunciarse una recompensa por su cabeza, alguien lo delató y Bernal fue ejecutado el 5 de enero de 1888.
Para santo, la gente prefirió a Malverde, alimentando su leyenda con datos robados a Bernal: su carácter de rebelde, muerto por la traición de su compadre quien, después de cobrar la recompensa, muere loco. Malverde como doble de Bernal es la transmutación de la simple necesidad en resistencia; con las hojas de plátano como nombre, se trata de un vacío cuyos atributos pueden cambiar de acuerdo a quien se escurra dentro de él. Malverde es, sobre todo, una cáscara. Su encanto reside en que es un hueco. Su milagro es el disfraz como inmunidad. El que lo invoca busca la invulnerabilidad.
En junio de 1909, poco más de un mes después de la muerte de Jesús Malverde, muere el gobernador Cañedo. A su funeral asisten los principales jefes de la mafia china del opio en Sinaloa. Después de Cañedo, muchos de los gobernadores posrevolucionarios encabezaron el tráfico de opio, láudano, heroína y mariguana hacia Estados Unidos: de Esteban Cantú en Baja California (1919) y Roberto Fierro en Chihuahua (1931) hasta Sánchez Céliz en Sinaloa (1963). Pero la leyenda insiste en oponer a Cañedo y a Malverde: un hombre le pregunta a su esqueleto, colgado todavía de un mezquite por órdenes del gobernador, dónde encontrar unas mulas cargadas de oro que había perdido la noche anterior. Al recuperarlas por obra y gracia del colgado, el hombre toma el esqueleto de Malverde y lo entierra en la tumba del gobernador. Y así, en los veintes, la figura del santo ladrón se opone a la del gobernador protector de la amapola. Será casi cincuenta años más tarde cuando el ladrón pase de bandido social a protector de narcos: un nuevo cambio de disfraz que, en los últimos años, ha sido una ``prueba'' inculpatoria (en Phoenix se han detenido sospechosos por llevar collares o tatuajes del santo). Ello ha retirado a los traficantes del culto público y, acaso, en el siguiente siglo, Malverde vuelva a su verdadera vocación: lo inaprehensible.